Martín, o de la Dignidad

23 Oct

A Vicente, con un abrazo

martinTengo en la memoria muchas imágenes entrañables de Martín Amaral. La primera se remite a mi infancia, cuando fuimos compañeros en una combi escolar que desarrollaba un periplo abigarrado por callejas agrestes, barrios polvorientos y avenidas de un Culiacán que sucumbía entre el ideal de sus administradores, y la violencia concentrada en el mito de Tierra Blanca como coto inexpugnable. El vehículo navegaba con prestancia mientras en su seno entonábamos canciones de moda, conversábamos sobre los programas de TV, tejíamos la imaginería de una niñez que estaba a punto de sucumbir frente a los enigmas de una adolescencia inminente. Fuimos nosotros quienes bautizamos a Martín como el Abasolo.  Por su afán de iniciar largas reflexiones ante cualquier tema, y luego de observar que no tenía opositores de su talla oratoria, Martín se iba acompañado de una cándida digresión en solitario por los pasillos.  Alguien dijo de pronto: ve, el niño que habla solo. Y fue otro el que derivó al nombre del conocido independista. Acaso fuera a esta edad (10 u 11 años) cuando Martín ya había descubierto esa forma aprehensible de reconocer al otro, en las palabras que gestionan el diálogo.  Al año siguiente ya no lo vi. Yo entraba en la secundaria y él se quedaba en esa primaria donde tal vez el sobrenombre de Abasolo ya no tendría ese peso que adquirió el año que compartimos la combi y parte de la tarde.

La siguiente imagen de Martín data de nuestra adolescencia. Adiestrado por un valemadrismo que sonorizaba con música de Pink Floyd o Queen, pertenecía a un grupo de mimos que comenzaba a reconocer en el escenario una suerte de aparato liberador. No entrábamos a clases y nos instalábamos en las gradas de las canchas de básquet de la prepa Central o en los inmensos maceteros bajo el techo del segundo piso. Ahí, sentados de ocho a doce, diseñábamos la estética de una apostura grácil que tenía mucho de superficial y burgués, acaso sin pretenderlo. Fue en esos maceteros donde me reencontré con Martín. Llegaba con el desaliño insuflado de los revolucionarios de manual, nos saludaba con el gesto de un camarada en ciernes y comenzaba una arenga en pos de un estudiantado entre somnoliento y curioso. Martín iba de un tono razonado en las sesiones de consejo, a un grito que se volvía impetuoso cuando veía a pocos estudiantes a su alrededor. Quería una turba al filo de las armas. Nunca me atreví a recordarle aquel apodo que fue deleite intelectual de una niñez que estaba a punto de abandonarnos. Al poco tiempo lo volví a encontrar en la Escuela de Letras. En ese caserón de la Ángel Flores fuimos compañeros, y sólo ahí se inició el arte de una conversación y una amistad que -con sus paréntesis, pausas soterradas o diferencias reconciliables- logró durar muchos años.

Ahí me inició en el culto de Borges, y confirmamos a García Márquez como el benefactor principal de nuestra iglesia de la lengua hispana, acuñando citas o trazando imaginarios Macondos que se derribaban caída la noche. Fue Martín mi Virgilio de los cafés, escenarios de una bohemia atenuada por el provincianismo de un entorno mendaz y apocado. Conocí a sus amigos de entonces. Escuchábamos a Serrat, a la trova cubana, y leíamos a Sabines y a Paz con avidez y sin ponerlos en el pueril cuadrilátero en el que los pone muchas veces la crítica. ¿Cuántas veces no hablamos recorriendo las metáforas de Borges y Callois, buscando la participación de nuestro querido Jesús Manuel, vampiro inamovible de la Francisco Villa? ¿Cuántas veces no buscamos benefactores de nuestras correrías nocturnas, entre el café, el mercadito Izabal o la casa de algún amigo dispuesto a intrincar aún más el trámite de esas noches de feliz irresponsabilidad doméstica?

En una ocasión fuimos juntos a pedir un espacio como colaboradores del Diario de Sinaloa. Acaso ahí comenzó a ampliar una visión crítica en torno a la cultura, a razonar sobre las instituciones y su devenir, a diseccionar el entorno. Se convirtió en funcionario y siempre trabajó por encima del coto programático, procurando ampliar la agenda institucional. Era de los pocos promotores reales de la cultura. Es decir, de los pocos que guardaban y alimentaban un fervor particular hacia el arte y sus diferentes manifestaciones. Estudiaba, leía y procuraba entender los mecanismos de la promoción cultural en medio de una realidad social tan contradictoria como la sinaloense. En una ocasión trabajamos juntos en el proyecto de Cronopia, involucrando a mucha gente que aportó ideas y talento por partes iguales. Organizamos un foro que fue un éxito.

Hace algunos años, cuando supe de su enfermedad, no hice sino lamentar que la salud, tan caprichosa, tan burlona, comenzaba a abandonar a una persona con la vitalidad de Martín, aquel muchacho con el que jugué una carreras hace tantos años en la playa. Aquel guardián entre el centeno que afilaba su memoria con poemas de Borges, Paz o Sabines, y con párrafos enteros de García Márquez. En alguna ocasión lo vi en el entonces Difocur y platicamos de su hija, Maria José, y de las lecturas que estaba haciendo después de la fiebre de Harry Potter. Le recomendé Wicked, la extraordinaria fábula de brujas y brujos de Gregory Maguire, y Coraline, de Neil Gaiman. Él me recomendó a Sandor Marai. Gocé mucho esas conversaciones pues hacía mucho no tomábamos a la literatura como tema central de nuestros encuentros. Estuve con él en una mesa donde hablamos de Literatura y discapacidad. Él hizo un brillante periplo por aquellos genios que, con capacidades distintas, lograron construir una obra que había logrado rebasar el tiempo. Yo les hablé de Juan García Ponce, aunque en el fondo me refería al mismo Martín, a la posibilidad de mantener la luz de su diálogo –inteligente, lúcido y libre- con la realidad social y cultural del estado.

Hoy que no está lamento no haber armado con él la conversación de una vecindad común, de esas cosas que transcurren en los entretelones de la cotidianidad. La cocina, el patio, los hijos y sus necesidades, por ejemplo. Todavía escucho su risa grave, como ensayada, muy opuesta a la franca y ahogada risa de su hermano Vicente.

La muerte de Martín me dolió mucho. Siempre creo que, salvo por asuntos donde las fronteras del respeto se rompen o se disuelven gracias a la abulia, los amigos nunca dejan de serlo. Es una piedra que se pulió hace muchos años y brilla en la profundidad de la memoria. Se duerme de pronto pero vuelve a adquirir su antigua luz. Tuve la fortuna de ver a Martín o, mejor dicho, de verlo continuamente pues teníamos intereses comunes. Él había dejado de ser el Abasolo y yo había dejado de ser el Pequebú (apodo que me había puesto cuando éramos muy jóvenes, personaje de un cuento de Benedetti).

Muchos días lo vi subiendo con su silla la rampa del Instituto Sinaloense de Cultura, siempre marcado con una sonrisa inalterable y sincera. Ignoro si vendrán los homenajes o los reconocimientos póstumos a una persona que supo vivir en contra de la estupidez humana y a favor de la libertad. En lo personal, no creo que mi homenaje consista en leer a nuestros clásicos entrañables, aquellos autores que Martín se aprendió de memoria; tampoco el reaprendizaje de Serrat y su sonora sencillez. El mejor homenaje que le puedo rendir a Martín es imponerle a cada paso, a cada aliento, a cada pensamiento, esa cuota de dignidad, de intensidad intelectual y de pundonor que él le impuso a esos años que vivió con su enfermedad. Era ese mismo pundonor que le imponía a sus arengas estudiantiles, a sus citas, a su tempestuoso carácter. Vivir la vida no es cruzar un campo, dijo Pasternak. Quiero imaginar a Martín corriendo en ese campo de centeno, como el guardián de una juventud que nunca nos abandonó.

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