Un presentimiento/Mariel Iribe

1 Nov

de Hans Holbein-danza de la MuerteOlga siempre creyó que era una locura pensar en la muerte, hasta que empezó a sentirla cada vez más cerca, como una especie de aura; una presencia con vida propia que la rondaba por los espacios de su casa. Una mañana, al despertar, sintió que la angustia le oprimía el pecho y mientras veía por el borde de la ventana cómo bajaba la neblina hasta los techos de las casas, volvieron las imágenes en las que al final siempre agonizaba en diferentes escenarios. El pensar en un desenlace trágico no era capricho, sino consecuencia de los sueños. Había tenido la misma pesadilla todas las noches, y para ella eso significaba experimentar la angustia de la muerte como un lapso interminable.

La primera vez que tuvo estas visiones fue una noche de lluvia. Apenas cerró los ojos surgió entre la penumbra un caudal de sangre que emergía de los surcos de la tierra. La sangre brotó en espesas burbujas. Ella corrió al ver cómo el líquido humeante se deslizaba hacia sus pies y de pronto sintió que unas trenzas le golpeaban la espalda y que las piernas se le hacía cada vez más cortas. Su cuerpo se había convertido en el de una niña. Llegó hasta una casa aparentemente abandonada. El lugar estaba en ruinas. Lo único que lucía intacto era una puerta de madera. Olga alcanzó a golpear con su cuerpo infantil la aldaba. El eco del metal cayó como un travesaño hueco sobre la puerta. Entró a la casa y el lugar le pareció deprimente: las grietas subían por las paredes hasta los horcones. De pronto se vio frente a un espejo y, antes de cobrar plena conciencia de ese instante, advirtió que su rostro era el mismo. Fue entonces cuando tuvo la sensación de que un hombre la tomaba de la mano. Todo aquello le pareció un recuerdo. Cuando se dio la vuelta estaba frente a una cama con sábanas rojas. Se agachó, levantó la tela de una esquina para mirar debajo y descubrió una corriente de agua cristalina. Quiso tocarla pero despertó en su habitación. El manantial había desaparecido.

Olga seguía parada frente al ventanal, le gustaba imaginar un final diferente para cada sueño. Cerraba los ojos y si hacía un esfuerzo podía ver su cuerpo cayendo por un acantilado, rodando hasta tocar fondo contra las rocas puntiagudas de la costa; o una parvada de aves carroñeras la embestía buscando el blando blanco de sus ojos o de pronto se pensaba parada en la estación del tren, luego dentro de un vagón donde a través de una de las ventanillas se veía así misma cruzar la vía y atravesar los andenes hasta llegar a la calle. Acelerar el paso. Atarse el listón del abrigo hasta sentirlo ajustado en la cintura. Acelerar el paso. Bajar la banqueta y al mismo tiempo que tocaba el asfalto, la mujer que caminaba en la calle giraba la cabeza y entonces podía verse a los ojos. Después, ella, la del exterior, caminaba de prisa y un auto la arrollaba a gran velocidad, dejándola tendida sobre el pavimento.

Sergio abrió la puerta, y apenas entró a la recámara, ella lo sorprendió con una pregunta:

—Si muriera ahora, ¿te acordarías de mí?

Él se sentó en la mecedora hasta que se detuvo con un par de bruscos movimientos.

—¿Y quién te dijo que te vas a morir?

—Lo sé desde hace mucho tiempo.

—Si te mueres ahora, te buscaré espacio en una de las macetas del jardín, pues no nos alcanzaría para un funeral decente.

—Siempre es lo mismo. Es la última vez que te cuento mis secretos.

—Tranquila, te traje un regalo.

Olga se levantó de la cama y los dos se dirigieron a la cocina. Sergio acomodó los cubiertos en la mesa con cuidado.

—¿Sabes qué significan los sueños?

—No sé, creo que hay diferentes significados. Yo una vez soñé que tenía las manos tan débiles que trataba de agarrar las cosas y todo…

Olga escuchó la voz de Sergio como un eco que cada vez se fue haciendo más lejano y volvió a caer en un precipicio. No tenía que cerrar los ojos para que la imaginación y el miedo la tomaran por sorpresa.

“Que caiga todo, que se derrumben los coros con sus iglesias y sus acordes”, escuchó, y pensó que esa voz venía de sus adentros. Levantó la vista y se vio rodeada de flores blancas que descansaban en una larga fila que parecía extenderse hacia el horizonte. Se acercó con desconfianza a uno de los ramilletes y al hurgar entre los pétalos encontró una mano, tan pálida como el rostro que había visto aquella vez en el espejo. La sostuvo unos segundos tratando de entender qué hacía allí adentro, pero sintió asco de haberla tocado y la soltó. Al verla en el suelo se dio cuenta de que la extremidad era suya y antes de volver a tocarla para buscar una cicatriz, un recuerdo que le ayudara a reconocerla, cayó la noche. Ya era difícil encontrarla en la penumbra. Sintió que la había perdido para siempre.

—Quise soltarme y salir corriendo —dijo, e interrumpió a su esposo que seguía hablando de sus sueños.

—¿Qué tienes?

—No lo sé, fue una sensación extraña, como si todo pasara claramente frente a mis ojos.

Sergio se quedó callado.

—Tranquila. Ya pasó, abre tu regalo.

Puso una caja blanca sobre la mesa.

Olga sonrió ligeramente. Se acercó con una alegría tibia. Tomó la caja y tiró de uno de los extremos del listón que cayó desparramando sus tentáculos de terciopelo. Alrededor de la casa había un eco de ruidos silvestres, ruidos tenues que al escucharse con calma parecían más una marcha que un trinar de aves descompuesto. Abrió la alargada caja blanca. En la oscuridad de la casa, el filo de un cuchillo cortó la noche con un destello plateado.

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