Apuntes de un francotirador/Conversación con Emmanuel Carballo

4 Nov

Por Óscar Paúl Castro

carballoGracias a mi amigo el poeta Francisco Alcaraz (editor de la revista TextoS, la cual había invitado a Emmanuel Carballo a presentar su nuevo libro, Diario Público 1966-1968 y el más reciente número de la revista) había logrado concertar un encuentro para entrevistar al escritor mexicano.

Carballo es un crítico inteligente, directo hasta la médula, su prosa está cargada de una lucidez sin concesiones, y ha entrevistado prácticamente a todos los personajes consagrados de la escena literaria mexicana del siglo XX.

Al llegar, en el lobby del hotel donde se hospedaba Carballo, ya me esperaba Francisco para decirme que la entrevista se iba a retrasar un poco porque una reportera de un periódico local se encontraba en plática cerrada con el escritor desde hacía más de una hora.

Desde donde yo estaba sentado podía percibir un ángulo limitado de la fisonomía de Carballo: estaba casi de espaldas  a mí, su perfil se hacía visible de manera intermitente, gesticulaba con energía; la reportera mantenía una sonrisa divertida en el rostro, y de vez en cuando soltaba una carcajada que rápidamente contenía.

 La espera no fue muy larga, Francisco Alcaraz nos presentó y Carballo comentó que si no nos importaba llevar la charla al restaurante, ya que tenía ganas de tomarse un café.

Camino del restaurante comenzamos a conversar sobre su nuevo libro (Diario público 1966-1968) y yo le pregunté (dado los años que abarcaba el libro y la fecha en la que nos encontrábamos: primeros días de octubre) si trataba algo acerca de los acontecimientos del 2 de octubre:

 Óscar Paúl Castro: ¿Cree usted que algún día llegue a saberse realmente qué fue lo que pasó aquel día?

 Emmanuel Carballo: Yo estuve escribiendo una columna durante dos años, pero ya estaba un poco cansado; después del ‘68 estábamos choqueados y ya no publiqué las entregas del ’69.

Yo publicaba los textos en Excelsior, muy corregidos, pero en el 68, la fecha que corresponde al 2 de octubre, publiqué otra cosa porque estaba muy impactado, es la primera vez que escribo sobre el 2 de octubre lo que sale en el Diario público. Lo escribí ya para entrar a prensas el libro.

No se sabe. Cuando escribí eso, hace poco tiempo, sabía tan poco como cuando ocurrieron los hechos. Saben los que realmente estuvieron dentro, los líderes estudiantiles. Y ni los líderes estudiantiles han explicado su verdad.

Esta cosa de meterte, meterte a un lugar cerrado, en el que te pueden balacear de todos lados y no tienes por donde escapar. Si yo soy tu líder no te llevo ahí, te llevo a un lugar abierto para que puedas correr por todas partes. Yo digo que esa es una cosa muy digna de ser tomada en cuenta a favor. . . en contra de los líderes del ‘68. Ellos querían muertos: unos y otros. Pero más los estudiantes, querían muertos para poder criticar al gobierno: Tengo mis muertos y desaparecidos.

Entonces los pobres soldados les daban en una nalga o en el corazón. Carne de cañón. A mí me salvó un soldado. Cuando logré salir de la plancha y logramos llegar a los edificios –iba con mi mujer de ese tiempo, quien es la actual directora de Era- nos detuvimos un momento, llegó un soldado, nos dijo: ¡Por ahí, por ahí!. Pensamos: Ya nos mataron, nos van a llevar al Campo Militar No. 1 y ahí quién sabe que vaya a pasar. Y no. Salimos a Manuel González, una de las calles, y estábamos libres.

Vi unas escenas muy fuertes: muchachas pegándole a los tanques ¡Tengan sus Olimpiadas! ¡Tengan sus Olimpiadas!, les gritaban a los tanquistas. Le pegaban al tanque –quitándose los zapatos- con el tacón. Empezamos a caminar, y cuando nos dimos cuenta estábamos en el Monumento a la Raza.

Francisco Alcaraz: ¿Cuál fue la reacción de los escritores de ese tiempo: se escribió sobre el tema en su momento o hubo un período largo de silencio?

EC: El ‘68 tuvo una prensa excelente y unánime desde un principio: el libro de la Poniatowska –que no estuvo en Tlatelolco- recogió testimonios; antologías de novela, de poesía; periodismo sobre el ‘68. Yo no quise figurar en todo eso. Hasta ahora, casi 40 años después, escribí algo sobre el ‘68: una crónica muy modesta, muy escueta digamos, no tienen pathos mis ideas. No eres héroe: simplemente te tocó estar ahí. Y después de la crónica, viene una nota de 30 años después, donde hablo de esto que les estoy diciendo de los líderes.

Me volví un francotirador a partir de entonces, en política y en literatura: dejé de creer en los dirigentes de los movimientos políticos.

Ya instalados, Carballo ordena un café y un agua mineral, reordena la mesa recién abandonada por otros clientes unos instantes atrás, le pide a la mesera que deje el periódico que habían abandonado los otros comensales. Antes de hojearlo, bosqueja una sonrisa al observar la primera plana del periódico con un artículo sobre López Obrador.

 ÓPC: ¿Cree usted que hubo fraude?

EC: Él quiere la presidencia y no le importa llegar por lo legal o lo ilegal. Él quería llegar y le hubiera gustado más por los votos. Sin embargo, vienen observadores de la talla del equipo del presidente norteamericano Jimmy Carter, vienen gentes de Europa, España, Inglaterra, Francia, Italia, Sudamérica. No hay elección perfecta, pero no creo que haya sido fraude. Él se confió: tenía absolutamente ganada la elección, pero jugó como está jugando Lula (da Silva) que pensaba que iba a ganar de calle la presidencia y apenas ganó por un 7%, insuficiente para ser presidente en la primera vuelta y tiene que haber una segunda vuelta para que sea presidente.

Obrador no va a la primera reunión de los candidatos, le parecía absurdo: Yo ya tengo la elección ganada, qué voy a hacer con estos pobres pendejos. Desdeña a la prensa, se contradice terriblemente, se pone a hablar de historia. Antes de llegar, en el avión, leía el número de Letras Libres –yo la leo un poco a disgusto: pero hay que leer a tus enemigos para saber qué piensan y cómo contestarles. No es una revista que lea todos los meses; a veces trae artículos interesantes. Y sí, ves que López Obrador tuvo muchos errores, muchos errores. Y todos de soberbia: le faltó cultura. Pasar de Fox a López Obrador: son dos ignorantes de primera. ç

Fox tenía la ventaja que tenía una voz hermosa y era un gran locutor, más que un buen presidente. En cambio, la voz chillona, chicluda, fea de López Obrador. Perón no era un cúmulo de virtudes, sin embargo dejó su impronta en los años 40 y todavía los gobernantes argentinos dicen ser peronistas. Era inculto, pero tenía una mujer con mucho carisma. López Obrador no tiene mujer, por lo menos oficialmente.

ÓPC: Sin embargo, las emociones que llega a despertar son impresionantes.

EC: Y peligrosas. Una gente carismática es peligrosísima, las masas las huelen, están despidiendo como los zorrillos ciertos olores, y la gente sigue esos olores. Es más por la cosa animal que por la cosa intelectual por lo que siguen a Obrador: esos son los líderes, los verdaderos líderes carismáticos. Y López Obrador es muy carismático.

Me contaba Julieta Campos, la esposa de Gonzáles Pedrero –que fue gobernador de Tabasco-, que su marido (él es el culpable de que exista López Obrador, después Cárdenas fue el que le dio más chance) empezando el gobierno lo nombró director de prensa, en la mañana. Y en la noche, le dice López Obrador: Oye Enrique, yo nací para destruir instituciones, no para crearlas, yo no sirvo para eso que tú me encomendaste: o sea que dame por cesado, y si tienes algún puesto que se avenga con mi manera de ser me lo das, y si no, seguimos siendo tan amigos como siempre, y ahora Gonzáles Pedrero es una de las gentes que lo aconseja políticamente.

Es muy difícil, es una gente incontrolable, puede ser un Santana, puede ser un Hugo Chávez, puede ser una persona muy peligrosa.

ÓPC: El gobierno, la prensa, la radio, la televisión sobre todo, quieren hacerle creer al país que todo se ha decidido, sin embargo prosigue la tensión, se siente en el aire.

EC: Se ha decidido todo pero no se ha decidido nada, todo puede suceder mañana. Ahorita estamos en calma los tres, puede ser que estemos en bandos opuestos dentro de 15 días, y lo que hoy es avenencia sea desavenencia entonces. La política es cabrona: junta, separa a lo seres humanos.

ÓPC: Hubo algo en lo que coincidieron las propuestas de los candidatos más fuertes para la presidencia: hubo una total ausencia de propuesta cultural.

EC: No había. La cultura no le interesa a nadie, y eso es algo que a la gente como nosotros no nos favorece, necesitamos saber qué piensan los gobernantes sobre la cultura: un país que no es culto no puede avanzar tecnológica y políticamente. Dime qué cultura tienes y te diré quién eres: si eres un país inculto, tercer mundo; si empiezas a tener cultura, segundo mundo; y si eres culto, primer mundo.

La cultura da tecnología, la tecnología da dinero, y las cosas cambian. Nosotros estamos… obreros para la maquila.

Intento encaminar la charla fuera del terreno minado de la política hacia el tema que nos interesa fundamentalmente a los tres que compartimos la mesa: comento, un poco a manera de incitación, que el título de uno de sus libros más famosos me parecía demasiado osado: Los protagonistas de la literatura mexicana. Crea una alta expectativa en el lector, y se atreve a hablar de creadores que estaban apenas construyendo su obra en ese momento.

ÓPC: Nadie lo dice abiertamente, pero es evidente que la literatura mexicana está pasando por momento difícil: hay pocas obras importantes, pocas figuras del peso de autores como los que aparecen en su libro Los protagonistas, por ejemplo.

EC: Yo lo digo, lo decía hace tiempo: la literatura mexicana anda en un mal momento. Hablo de la cantidad excesiva de premios, de becas: los escritores pasan de una beca a otra beca y otra beca. No tratan de hacer una obra sino empezar a ver quiénes van a ser lo jurados de la siguiente. Viven de las becas: ya no trabajan sino en buscar la siguiente beca. En los premios faltan jurados honrados. Hay que ser más estrictos. Menos premios, menos becas, más exigencia a los becarios, crítica literaria severa.

Y si un muchacho joven que publica un primer libro prometedor, publica el segundo, y no es mejor que el primero, hay que decirlo, si no, lo estás jodiendo. Si tú amas a esa persona como escritor de tu país, tienes que decírselo. Ahora, si no lo quieres, déjalo que se hunda solo. Y parece que queremos que se hundan solos. Gente que en el segundo, en el tercero, en el cuarto libro, siguen repitiendo los hallazgos del primero. Y los hallazgos son como encontrar petróleo en el lago de Chapultepec.

ÓPC: ¿Cuál es el deber del crítico en el panorama de la literatura mexicana contemporánea?

EC: El crítico ha pasado a publicista de las editoriales, de los medios masivos de comunicación. El crítico, ante hechos consumados –no puede cambiar los hechos: los hechos son intransformables- debe estudiarlos en verdad y decir: me gustaría, me hubiera gustado, que se tratara este y este tema; estos personajes no acabaron de abocetarse: se quedaron más piedra que escultura. Decir las cosas que le puedan ayudar al autor y le puedan ayudar a los lectores. Los lectores no leen a los críticos porque la crítica no es honrada. Está en manos de gente inepta, y lo mismo en literatura como en toros, en beisbol, en futbol, en política, en todo. No hay crítica.

Leo El País todos los días, me tardo hora y media en leerlo, dejando muchos artículos que no me interesan. En cambio El Universal lo leo en 15 minutos. Un periodista –lo mismo que un novelista- tiene que agarrar al lector: decir las cosas, dar una noticia, pero de tal manera que te vaya metiendo lentamente hasta el final. Las escuelas de periodismo son malas, el Centro Mexicano de Escritores murió porque ya era absolutamente obsoleto. Yo fui becario –el primer becario de provincia- cuando Rockefeller auspiciaba el Centro. Me tocó estar con Rulfo, con Rosario Castellanos, con Luisa Josefina Hernández.

ÓPC: ¿Tenía ya la visión de que quería dedicarse a la crítica?

EC: Yo quería ser poeta. Publiqué algunos poemas –como muchas personas- y un libro de relatos, pero no tenían el valor suficiente para sentirme un poeta o para que me sintiera un prosista. Empecé a hacer crítica porque nadie en mis revistas quería hacer crítica, y yo encontré en la crítica –y en el ensayo- lo que andaba buscando. La crítica me llamó: ven, ven, ven. Y yo fui: y ahí me quedé.

FA: Imagino que las discusiones eran encarnizadas en el Centro.

EC: No había. Es la cosa. Había en aquel tiempo, en el Centro, escritores mexicanos y norteamericanos en igual número: cada semana leía alguien y lo comentaban. Leía un mexicano y ¿Qué piensan? ¡Magnífico, excelente! no le encuentro nada, y el siguiente igual, igual, igual. Luego pasaban los gringos y pasaban horas, viendo y estudiando y analizando, después se iban a cenar y a beber, y seguían trabajando. Nosotros, para no enojarnos, para no tener problemas, no hacíamos crítica, no hacíamos autocrítica. Le teníamos miedo. Los gringos se ayudaban de la crítica para mejorar, ejercían la crítica para perfeccionar sus textos.

FA: ¿Cree usted que el Centro Mexicano de Escritores haya sido fundamental para la creación de obras como El llano en llamas o Pedro Páramo?

 EC: Bueno, mira, los casos excepcionales se dan solos. Alí Chumacero, por ejemplo, corrigió una carta –no sé donde viene: quizá venga en Los protagonistas- cuando Alatorre le comenta a Arreola (quien vivía en París en aquel tiempo, era actor con Louis Jouvét, en La Comedie): Acabo de conocer a un muchacho, le gustan mucho los libros, los discos, tiene talento: pero escribe burro con V de vaca. Era Rulfo.

La primera vez le publican en la revista Times, Macario: y no es mal cuento. . . buen cuento. No es de los mejores, pero es un buen cuento: es un inicio de primera. Publica dos, tres cuentos. Las erratas gramaticales, eso es lo más fácil. ¡A Alfonso Reyes se le iban unas cosas! Pero le hablabas. Cuando trabajaba en el Fondo (Fondo de Cultura Económica) de pronto te encontrabas con algún error evidente, y te preguntabas:¿Sería alguna cosa que don Alfonso querría poner por X circunstancia? Y le hablabas: Oiga don Alfonso, en tal párrafo, en tal línea, dice usted esto, ¿así quiso decir usted o es un error de máquina? Por supuesto que es un error de máquina, corríjalo, y muchas gracias. La crítica es muy importante, pero bien intencionada: alguien podría decir: Yo dejo que Reyes diga una tontería para joderlo. En lugar de preguntarle si esa tontería está puesta ex-profeso o es un error.

ÓPC: ¿Cree usted que en este momento podría escribirse un libro de la índole de Los protagonistas?

EC: Hay muchos libros que han hecho eso. Pero un libro no se prepara de un día para otro. Y luego yo buscaba una cosa: Arreola hablaba como Arreola, no hablaba como yo. Y ahora, en las entrevistas el entrevistado y el entrevistador hablan el mismo idioma, piensan con la misma cabeza, son la misma persona. En mis entrevistas uno es el entrevistado y otro es el entrevistador. Por supuesto que el entrevistador debe conocer la obra del entrevistado, de su generación, y de todo lo que vino antes, dentro de la línea de trabajo literario. Yo tardaba años en hacer una entrevista, con el método este: tuve la oportunidad con Vasconcelos, que me duró poco: murió casi inmediatamente. Con Martín Luis Guzmán hay como 8 entrevistas, en las que da sus consejos antes de morir a los jóvenes narradores.

ÓPC: ¿Existen escritores del peso de Rulfo, de Juan José Arreola, en este momento de la literatura mexicana?

EC: No creo. De ninguna manera: no hay un Arreola, no hay un Rulfo, no hay un Paz, no hay un Sabines, no hay un Revueltas.

ÓPC: ¿En esta época en que la creación está tan cercana a la institución, es todavía posible la disidencia?

EC: Debe haber escritores disidentes. Mira, por ejemplo, un manual para entender cómo debe tratar el escritor a la literatura es el Diario Público: mis ideas sobre la posición del escritor frente a sí mismo, sus compañeros, frente al gobierno, frente a la religión, frente a la política, frene a la Academia de la Lengua, El Colegio Nacional, las editoriales, todo eso. Yo creo firmemente –hasta donde sea posible- que hay que estar al margen para poder ser realmente críticos.

Entrevista realizada en el 2006

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Listas, listas…

4 Nov

pachecoHace algunos años, la revista Letras Libres lanzó una encuesta encaminada a posicionar a los diez mejores poetas mexicanos vivos, según el criterio de sus lectores. ¿Con qué objetivo? “Despabilar y sondear”, catalogar y distender la horma de los egos; frivolizar una noción cuya jerarquía en el ideario de nuestra cultura acaso sea altísima e intocable. Trazar el perfil de los lectores de poesía mexicana, para arrojar luz sobre un escenario de convivencia verbal donde se reconocen discursos, alocuciones, preocupaciones temáticas, búsquedas lexicales, tonos, vínculos a la tradición o absoluto despegue hacia nuevas formas expresivas. Sin embargo, en pleno siglo XXI y ante el encono de nuevas formas de comunicar, la encuesta de marras no arrojó muchas sorpresas.

La apuesta por José Emilio Pacheco en el primer lugar de la lista, un poeta en cuyo discurso se observa, sí, un apego a la tradición, pero también una disposición plena hacia temas concretos de una modernidad avasallante, no es del todo gratuita. Se trata de un autor que repasa la incertidumbre humana con un catastrofismo iluminador. El pesimismo como un escenario donde las preguntas del poeta encuentran validez y vitalidad. ¿No es acaso una visión como la de Pacheco la que más nos aproxima al México de esta segunda década del siglo XXI?

El segundo lugar de la encuesta fue para Eduardo Lizalde, un poeta no del todo ajeno a la formación clásica y a las preocupaciones temáticas de Pacheco. Proclive a la picaresca, el erotismo y la sátira como forma de autoflagelo y la crítica de la modernidad en permanente estado de sitio, Lizalde, sin embargo, no tiene esa visión pesimista, ese enconado rigor sobre los derrumbes de la patria, ese pulso crítico para ver en cada caída de los escenarios comunes del pueblo, una caída también del espíritu. Se trata de dos poetas cuya poesía más vigorosa se escribió hace más de 40 año, pero con un trabajo posterior imposible de desdeñar por su visión serena, madura e inteligente del trabajo literario. Son poetas mexicanos en toda la acepción de la palabra, pero también autores que se hacen comprensibles más allá de la frontera por la dimensión humana de sus preocupaciones.

El resto de la lista de Letras Libres la completarían Alí Chumacero, Gabriel Zaíd, Rubén Bonifaz Nuño, David Huerta, Ramón Xirau, Francisco Hernández, Homero Aridjis y Coral Bracho. (Me sorprendió ver a Ramón Xirau y Homero Aridjis, dos poetas singulares y de momentos muy intensos en su poesía, pero que uno sospechaba marginados de este territorio por el hecho de que ambos privilegian otras actividades, la novela histórica en el caso de Aridjis, a la par de su activismo ecológico, y el trabajo académico al mismo tiempo que el ensayo filosófico en el caso del catalán. Igualmente me sorprendió no ver a poetas como José Luis Rivas, Tomás Segovia, Elsa Cross o Guillermo Fernández).

Este ejercicio, sin embargo, no era nuevo. Algunos años antes, Ernesto Lumbreras y Hernán Bravo Varela, ambos poetas, echaron a andar un proyecto fundacional: El manantial latente, Muestra de poesía mexicana desde el ahora: 1986-2002.

Dispareja, desacomplejada, polémica como toda muestra por su vocación selectiva, El Manantial latente cierra con una encuesta muy similar a la de Letras Libres. En uno de los apéndices finales del libro, los poetas antologados diseñan un tablero de sus gustos literarios, dibujando con ello el plano de una percepción generacional sobre la poesía, el cuento y la novela. La lista de poetas mexicanos (o residentes en México) vivos, muestra coincidencias notables con la de Letras Libres. Sólo que en El manantial…  dicha nómina se amplía hasta 16 autores, resaltando la mención de Juan Gelman, extraordinario poeta nacido en Argentina que, a raíz del golpe de estado de 1976, decide adoptar nuestro país como su nueva residencia, así como la incorporación de Jorge Esquinca, Gerardo Deniz o Eduardo Milán, tres nombres que, de manera indiscutible, han logrado trazar alrededor de su personalidad un campo de influencia bastante amplio y notable en los poetas actuales.

Señalaba lo de las listas para acotar una idea que no representa un mayor hallazgo: No hay nada nuevo bajo el sol.

Hablaba de El Manantial Latente como un proyecto fundacional, pues en él confluían, por primera vez, un cúmulo de autores nacidos a partir de 1965. Vilipendiado por los excluidos, exaltado por quienes vieron en dicha publicación el primer trazo de una ostensible polifonía lírica, libro que iba a caballo entre los razonamientos críticos de sus coordinadores, y el desglose natural de una generación que se apoyaba en la difusión de instituciones como Conaculta, el Estado o la independencia editorial, El manantial… fue un primer paso que, con el tiempo, continuarían Árbol de variada luz, Antología de poesía mexicana actual, 1992-2002; Eco de voces, Generación poética de los sesenta, de Juan Carlos H. Vera; y La luz que va dando nombre, 1965-1985. Veinte años de la poesía última de México, de Alí Calderón, José Antonio Escobar, Jorge Mendoza y Álvaro Solís.

Toda antología, uno supone, es la revisión de un fundamento, para llevar a la práctica sus mecanismos críticos. Quien antologa siempre será sospechoso de encubrir nociones, de almacenar manes que surgen a la luz de un estudio preliminar nunca satisfactorio, de romper de tajo los sutiles paradigmas de la tradición, de enarbolar la bandera de un gusto que contrasta con el concepto básico de orden literario u orden estético. Sin embargo, también es justo señalar que en cada una de estas antologías se ha recabado información suficiente para trazar el perfil de una generación caracterizada por su raigambre, por su vocación traductora, por su visión de encontrar en los distintos medios de comunicación no sólo el núcleo de sus búsquedas temáticas o conceptuales, sino también expresivas; y también, -¿por qué no?-por sus afanes de aplicar la erudición académica a un discurso que en lo clásico busca los remanentes de la novedad. Muchos poetas de hoy, para mal o para bien, tienden al desmarque; al rediseño de su ideario, al rebuscamiento de nuevas nociones que le otorguen el aura de una originalidad absurda a su poesía. Muchos fenecen en esta búsqueda y acaban por sepultar sus versos en la complacencia de un entorno mediático donde lo que importa es el poeta de moda y su arraigo en la tribu.

Hay de todo hoy en día en la lírica patria pero, por desgracia, no para todos. La poesía que se escribe hoy en día en México tiene un muy precario marco crítico. La poesía vive del elogio permanente, de la apropiación de códigos que se gestan en los conventículos, en las fundaciones literarias o en las redes sociales, de la manutención de los aireados monumentos de una lírica diversa, sí, pero también constreñida, opacada por la necesidad de narrar el entorno o la crisis, acotada por la monstruosidad de un mercado que le otorga una mesita arrinconada entre los libros en lengua extranjera y los textos de computación. Son muchísimos, eso sí, los libros de narrativa que establecen sus amplios dominios en el catálogo.

¿Por qué narrar, de pronto, se ha transformado en una necesidad imperiosa no sólo de nuestra cultura, sino de las leyes que rigen el negocio de los libros? ¿Será la necesidad de un prestigio a través de la permanente exhibición de las novedades? ¿Será la imperiosa vocación por trasladar los símbolos de una realidad inadmisible a los felices escenarios de una ficción novelada?

Hoy en día narrar se ha convertido en una moda. Todos tenemos algo que decir; todos portamos dentro de nosotros la llama de una voluntad por contar algo. Los talleres de cuento o novela son vastísimas congregaciones que aspiran a seguir construyendo el templo de la literatura nacional.

El volumen de libros de narrativa mexicana, sin embargo, tampoco es signo de un esplendor literario y acaso la voluntad de narrar sea el síntoma de una enfermedad que incluye la soberbia: todos queremos contar el evangelio de nuestras posibilidades artísticas, todos queremos salvar con la palabra escrita a la realidad mexicana de su ominoso marasmo y de su proverbial bocabajeo. En el presente es difícil encontrar poemas “basados en la vida real”, aunque, todos sabemos, no hay nada más realmente humano que la poesía pues viene de un desgarramiento interior y de la necesidad de sanar fracturas más profundas.

Pero no todo está perdido. El trabajo paciente de algunos promotores de la poesía mexicana es notable: Hernán Bravo Varela, José Ángel Leyva, Luis Armenta Malpica, José Landa, Francisco Magaña, Antonio Marquet, Rodrigo Flores, Mercedes Luna Fuentes, Ulber Sánchez, María Rivera, Alí Calderón o Mario Bojórquez, entre otros, aparte de ser creadores, se han dado a la tarea ingrata de promover cada uno el trabajo poético que se gesta en su región o en el país.

Empecé con una lista y voy a concluir con otra. Los poetas jóvenes de nuestro país han atendido el eco de la tradición, pero también han confrontado los beneficios de la tecnología. Han adoptado muchos temas para distender un diálogo que sirve como contrapunto de la realidad. Son poetas de riesgo asumido, muchos de ellos. Por eso creo que la mejor poesía que se escribirá en México la harán en el futuro, entre otros: Eduardo de Gortari, Moises Vega, José Luis Bobadilla, Hugo García Manrique, René Higuera, Francisco Meza, Balam Rodrigo, Paco Alcaraz, Alvaro Solís, Mijail Lamas, Karen Villeda, Jorge Ortega, Leonardo Varela, Paula Abramo, Alejandro Tarrab. Algunos de ellos, creo, ya la están escribiendo.

De Heroicas

1 Nov

12703858-imagen-de-retro-de-cuero-del-balon-de-futbolNo el ave -síntesis de ángel- cautivada

por su silbo de argenta simetría

ni el follaje del árbol cuya danza

acentúa el filo de las hojas

 

No la canción del niño:

improvisada luz que levanta un castillo

entre las bardas del patio

ni la nube inflamada que atraviesa

el río de los ojos

 

No la voz expuesta -escultura precaria-

ni la palabra que se quedó detrás

de una declaración en el jardín

 

No la mano que dejó su reflejo

en medio del desastre

 

Todo enigma lo despeja la infancia:

es la pelota el corazón del aire

Un presentimiento/Mariel Iribe

1 Nov

de Hans Holbein-danza de la MuerteOlga siempre creyó que era una locura pensar en la muerte, hasta que empezó a sentirla cada vez más cerca, como una especie de aura; una presencia con vida propia que la rondaba por los espacios de su casa. Una mañana, al despertar, sintió que la angustia le oprimía el pecho y mientras veía por el borde de la ventana cómo bajaba la neblina hasta los techos de las casas, volvieron las imágenes en las que al final siempre agonizaba en diferentes escenarios. El pensar en un desenlace trágico no era capricho, sino consecuencia de los sueños. Había tenido la misma pesadilla todas las noches, y para ella eso significaba experimentar la angustia de la muerte como un lapso interminable.

La primera vez que tuvo estas visiones fue una noche de lluvia. Apenas cerró los ojos surgió entre la penumbra un caudal de sangre que emergía de los surcos de la tierra. La sangre brotó en espesas burbujas. Ella corrió al ver cómo el líquido humeante se deslizaba hacia sus pies y de pronto sintió que unas trenzas le golpeaban la espalda y que las piernas se le hacía cada vez más cortas. Su cuerpo se había convertido en el de una niña. Llegó hasta una casa aparentemente abandonada. El lugar estaba en ruinas. Lo único que lucía intacto era una puerta de madera. Olga alcanzó a golpear con su cuerpo infantil la aldaba. El eco del metal cayó como un travesaño hueco sobre la puerta. Entró a la casa y el lugar le pareció deprimente: las grietas subían por las paredes hasta los horcones. De pronto se vio frente a un espejo y, antes de cobrar plena conciencia de ese instante, advirtió que su rostro era el mismo. Fue entonces cuando tuvo la sensación de que un hombre la tomaba de la mano. Todo aquello le pareció un recuerdo. Cuando se dio la vuelta estaba frente a una cama con sábanas rojas. Se agachó, levantó la tela de una esquina para mirar debajo y descubrió una corriente de agua cristalina. Quiso tocarla pero despertó en su habitación. El manantial había desaparecido.

Olga seguía parada frente al ventanal, le gustaba imaginar un final diferente para cada sueño. Cerraba los ojos y si hacía un esfuerzo podía ver su cuerpo cayendo por un acantilado, rodando hasta tocar fondo contra las rocas puntiagudas de la costa; o una parvada de aves carroñeras la embestía buscando el blando blanco de sus ojos o de pronto se pensaba parada en la estación del tren, luego dentro de un vagón donde a través de una de las ventanillas se veía así misma cruzar la vía y atravesar los andenes hasta llegar a la calle. Acelerar el paso. Atarse el listón del abrigo hasta sentirlo ajustado en la cintura. Acelerar el paso. Bajar la banqueta y al mismo tiempo que tocaba el asfalto, la mujer que caminaba en la calle giraba la cabeza y entonces podía verse a los ojos. Después, ella, la del exterior, caminaba de prisa y un auto la arrollaba a gran velocidad, dejándola tendida sobre el pavimento.

Sergio abrió la puerta, y apenas entró a la recámara, ella lo sorprendió con una pregunta:

—Si muriera ahora, ¿te acordarías de mí?

Él se sentó en la mecedora hasta que se detuvo con un par de bruscos movimientos.

—¿Y quién te dijo que te vas a morir?

—Lo sé desde hace mucho tiempo.

—Si te mueres ahora, te buscaré espacio en una de las macetas del jardín, pues no nos alcanzaría para un funeral decente.

—Siempre es lo mismo. Es la última vez que te cuento mis secretos.

—Tranquila, te traje un regalo.

Olga se levantó de la cama y los dos se dirigieron a la cocina. Sergio acomodó los cubiertos en la mesa con cuidado.

—¿Sabes qué significan los sueños?

—No sé, creo que hay diferentes significados. Yo una vez soñé que tenía las manos tan débiles que trataba de agarrar las cosas y todo…

Olga escuchó la voz de Sergio como un eco que cada vez se fue haciendo más lejano y volvió a caer en un precipicio. No tenía que cerrar los ojos para que la imaginación y el miedo la tomaran por sorpresa.

“Que caiga todo, que se derrumben los coros con sus iglesias y sus acordes”, escuchó, y pensó que esa voz venía de sus adentros. Levantó la vista y se vio rodeada de flores blancas que descansaban en una larga fila que parecía extenderse hacia el horizonte. Se acercó con desconfianza a uno de los ramilletes y al hurgar entre los pétalos encontró una mano, tan pálida como el rostro que había visto aquella vez en el espejo. La sostuvo unos segundos tratando de entender qué hacía allí adentro, pero sintió asco de haberla tocado y la soltó. Al verla en el suelo se dio cuenta de que la extremidad era suya y antes de volver a tocarla para buscar una cicatriz, un recuerdo que le ayudara a reconocerla, cayó la noche. Ya era difícil encontrarla en la penumbra. Sintió que la había perdido para siempre.

—Quise soltarme y salir corriendo —dijo, e interrumpió a su esposo que seguía hablando de sus sueños.

—¿Qué tienes?

—No lo sé, fue una sensación extraña, como si todo pasara claramente frente a mis ojos.

Sergio se quedó callado.

—Tranquila. Ya pasó, abre tu regalo.

Puso una caja blanca sobre la mesa.

Olga sonrió ligeramente. Se acercó con una alegría tibia. Tomó la caja y tiró de uno de los extremos del listón que cayó desparramando sus tentáculos de terciopelo. Alrededor de la casa había un eco de ruidos silvestres, ruidos tenues que al escucharse con calma parecían más una marcha que un trinar de aves descompuesto. Abrió la alargada caja blanca. En la oscuridad de la casa, el filo de un cuchillo cortó la noche con un destello plateado.

Por si no puedes

1 Nov

azor-virallonga-medLa poesía ha visto la manera de otorgarle al hombre armas o herramientas para que éste logre reconfigurar su vida doméstica. Otrora héroe, testigo de la historia, protagonista de gestas espirituales que conformaron las vanguardias hacia inicios del siglo XX, el poeta de hoy ha hecho del entorno un campo sembrado de molinos de viento donde su voz, modulada, conmovedora y cierta, procura servir a un reducido número de lectores. Digo servir en el más estricto sentido religioso. La voz del poeta es siervo de las palabras que construyen, día a día, los eventos consuetudinarios de la rúa.

Al margen de la historia como cúmulo de acontecimientos de conmoción social, el poeta de hoy más bien pelea porque la tribu se aboque parcialmente a sus sentencias primarias. Hay poetas cuya finalidad encierra el deseo de que su poesía sean los fragmentos de una vida al servicio, no sólo de las palabras sino de las emociones o los sentimientos más trascendentes. Este poeta busca identificarse con esas necesidades conformadas por sentimientos arraigados en la domesticidad radiante, la elementalidad de sus actos, el arrojo humano de sus preocupaciones. Es un poeta que elude intelectualizar los objetos de su creación y así, como recién nacidos, los ofrece al mundo en toda su irrevocable naturalidad. Es un poeta de actos simples y de humanidad profunda.

Este es el caso de Jordi Virallonga y de su antología personal, Por si no puedes (La cabra editores-Ed UAS, 2010).

Libro que pasa por diversas etapas creativas del autor, identificadas a lo largo de las seis secciones (equivalentes a seis libros) que lo conforman, Por si no puedes atraviesa al mismo tiempo diferentes estratos en la vida del poeta. Sin embargo, estas etapas se rigen por una serie de rasgos comunes. La sustancial: una interlocución con personajes femeninos que aparece desde los primeros libros, y que nos narra el ascenso de Jordi –como figura paterna, como amigo o amante incondicional- a los territorios de una vida ajena a sentimentalismos y concesiones, dispuesta al dictado o la tutela primaria. A lo largo de este diálogo amoroso, Jordi nos ofrece la biografía desnuda de sus sentimientos y una serie de escenarios (la calle o la casa) como manifestaciones de un compromiso asequible con el entorno. Se trata de una poesía donde las acciones humanas más simples adquieren una trascendencia casi mística. Una poesía de inapelable ternura que jamás rosa ni romanticismos manidos, ni chantajismos vacuos ni alocuciones conceptuales presuntuosas.

Otro rasgo identificable (en particular en los primeros libros) es la ausencia de referencias cultas hacia el interior del tramado discursivo. Sorprende la templanza unitaria que conforma Por si no puedes, a pesar de mediar hasta siete años de distancia entre una y otra sección. Y sus separaciones se diluyen ante la voluntad de una voz enteramente conversacional desde sus primeros acordes.

Esta interlocución con la mujer ya no se vuelve tan perceptible en las tres secciones que cierran el libro, Los poemas de Turín, Todo parece indicar y Hace triste.

A partir de Los poemas de Turín, Jordi abandona el ámbito doméstico para acceder a los territorios de la referencialidad como vinculo hacia una geografía interior. Máscaras o personajes van documentando el diálogo permanente del poeta con una noción moderna de lo clásico, sin dejar de dimensionar, por eso, la domesticidad amorosa que rige sus primeros cuatro libros. Se trata de una poesía formalmente más trabajada, con una modulación madura, reconocible en las preocupaciones temáticas que la templan. Jordi no es un poeta que eluda el humor y la acidia. Muestra de ellos son algunos poemas que conforman Todo parece indicar, cuyo majestoso cierre -Ensayo de conversación con mi hija fregando los platos- recupera el tema de la educación sentimental ya tocado en Exhortación del presbítero.

La lírica española ha sonorizado entre varios diapasones. En una primera instancia, el diapasón sustancial de una poesía fija entre el arraigo de la tradición pero también proclive a la actualización de sus signos o temas. Por otra parte, el diapasón de la experiencia, escenario regido por el relato de una domesticidad profunda, íntima, no exenta de símbolos, pero en no pocas ocasiones banalizada por la simpleza de su discurso. En otro diapasón está la poesía que se diseña de y para la exuberancia notable. Una poesía de la extrañeza, de la diafanidad y de la revelación permanente.

Difícil ubicar a Virallonga en algún perfil de los sustratos poéticos actuales en lengua española. Su poesía nos habla del poeta como dueño infranqueable de su vida y sus experiencias vitales a través de la desmarcación discursiva. Es un poeta plenamente confesional y amoroso. La casa, la calle, el amor filial, el sentimiento como instructivo de supervivencia doméstica son apenas unos rasgos que revitalizan este libro. Son, también, cosas de todos los días, de poetas y de hombres que se identifican ante las maravillas que se ofrecen como los milagros tangibles de un dios errático. Finalmente todos somos el padre, el esposo, el amigo o el hermano que sobrevive entre las páginas de Por si no puedes.

 

Jordi Virallonga

Por si no puedes

La Cabra ediciones-Ed. UAS

2010

162 pp.

Del cardo a la voz/ Un encuentro con Jorge Esquinca

29 Oct

esquincaDifícil hablar de la poesía mexicana reciente sin el proceso que siguieron, muchos de sus protagonistas, a través del reconocimiento de una vocación, la charla informal y el compartir manes, fobias, lecturas y consignas cifradas en los talleres literarios. Muchos de éstos han sido  leyenda, o por el carácter disciplinado de su coordinador, o por la feliz coincidencia de confrontar talentos indiscutibles (o por reunir ambas cualidades), o por el rigor y la originalidad que rige los trabajos del grupo. De Juan José Arreola y las reuniones en su casa para atender el genio de su oralidad constructiva, a la explosión de talleres que, en cada región del país, documentan la diversidad de tonos y criterios de nuestra literatura presente, son dos los talleres de provincia que más escritores le han dado a la tradición: el del ecuatoriano Miguel Donoso Pareja,  itinerante, que se desarrollaba en la Laguna y pasaba por el centro de nuestro mapa, y el Taller del Doctor Elías Nandino, convocado por el departamento de Bellas Artes de Jalisco hacia finales de los años 70s. Uno de sus miembros más reconocidos es Jorge Esquinca. Poeta  y traductor,  ganador del Premio Nacional de Poesía de Aguascalientes en 1990 y del Primer Premio Iberoamericano de Poesía Jaime Sabines, por su libro Descripción de un brillo azul cobalto, publicado por la editorial española Pre-Textos, Jorge Esquinca dialoga con el también poeta Jesús Ramón Ibarra, sobre el Taller Elías Nandino, la poesía mexicana que vincula su presente con la tradición y los proyectos personales de un poeta imprescindible.

¿Como supiste del taller de Elías Nandino, Jorge; llegaste ahí bajo instancias de alguien?

Por el periódico. Yo sabía de Elías Nandino porque lo había leído en la biblioteca del iteso. En 1979 yo terminaba Ciencias de la Comunicación, y mi maestro del Taller de Redacción a lo largo de carrera, el padre Ignacio Gómez Robledo, vio que yo tenía una muy marcada inclinación hacia la literatura; cuando estábamos ya en la últimas semanas de clases me dijo: “¿oye, porque no entras a un taller literario? Nandino va a abrir un taller en Guadalajara, no sé cuándo, pero por ahí me enteré que va abrir un taller literario y creo que vale la pena te acerques ahí”. Entonces, una o dos semanas después, ojeando un suplemento dominical, vi el anuncio del taller, acompañado, además, por una entrevista a Nandino en la que platicaba su experiencia literaria y hablaba con entusiasmo de este nuevo taller donde invitaba a los jóvenes. Entonces fui, pero no inmediatamente. Unas dos o tres semanas después de haber leído la noticia me aparecí un día en las oficinas de la Casa de la Cultura donde tenía su sede el taller. Se trata de uno de los primeros recintos culturales del estado, junto al parque Aguazul, en la calzada Independencia; ahí también estaba la sede de la biblioteca pública del estado que ahora se llama “Juan José Arreola”, en manos de la Universidad de Guadalajara. Fue ahí donde conocí a Nandino. Ya se habían incorporado al taller quienes siguen siendo mis amigos hasta la fecha, son los primeros que arribaron siendo muy jóvenes: Rafael González Velasco, Luis Alberto Navarro, Luis Fernando Ortega, Felipe de Jesús Hernández, Javier Ramírez, Sergio Pedrero.

-Me imagino que fue Felipe de Jesús quien llevó posteriormente a Miguel Ángel Hernández Rubio, el célebre Mike, quien luego se convertiría en pieza fundamental del Taller en una tercera etapa.

-Sí, Mike llegó después y no directamente al taller. Él empezó más bien a reunirse con nosotros en las cantinas, que eran la natural prolongación de las discusiones del taller, y en algún momento nos dijo que escribía cuentos; era lo que en ese entonces él estaba trabajando, la poesía yo creo que le llegó por contagio, pues se trataba de un taller en el que primordialmente había una vocación poética entre los integrantes.

Pero Felipe de Jesús siempre ha sido narrador ¿no es así?

-Sí, Felipe escribía cuentos, el siguió escribiendo cuentos, y luego se puso a hacer traducciones, pero Mike escribía cuentos en un principio, y después comenzó a escribir poesía; poco a poco empezó también a asistir a las sesiones del taller con Nandino pero muy esporádicamente; no era, no fue al principio un miembro regular como éramos nosotros.

– Cuando uno piensa en Nandino, en las reseñas, en las crónicas, se habla de un personaje amable, de un tipo paciente que tenía que lidiar con sus demonios pero también con los demonios que permeaban las aventuras del grupo de  contemporáneos, con sus maneras y sus formas de concebir la vida y el arte. Se habla que incluso llegó a ser el doctor de ellos. ¿Cómo era Nandino en realidad? Cuando uno habla de él como tallerista piensa, por ejemplo, en una persona afable y generosa. En otros talleres como el de Monterroso, se corre la leyenda que ponía un cesto de basura en el centro de un círculo, donde iban a parar aquellos trabajos que no complacían del todo al coordinador.

nandino– De Nandino, en primer lugar, te puedo decir que esta fama de haber sudo un hombre afable y generoso la tiene bien ganada. Siempre nos recibía con una sonrisa y siempre tenía alguna anécdota nueva que contarnos. No llegábamos directamente a una sesión de taller, sino a la estancia donde una conversación con él, casi siempre precedían las arduas sesiones del salón, después los que teníamos tiempo nos quedábamos platicando toda la tarde con él o toda la mañana, según el horario en el que funcionara el taller porque a veces trabajábamos en la mañana, a veces en la tarde, a veces mañana y tarde, pues él disponía de mucho tiempo en ese momento. En la sesión de taller, eso sí, era muy serio, era un lector muy agudo de los textos que proponíamos los integrantes, generalmente señalaba los errores, recomendaba lecturas, por supuesto, y podía ser muy severo con los que ya de muy jóvenes creían saberlo todo, porque no faltó alguno por ahí que anduviera con esa presunción. Creo que sabía detectar muy bien lo que cada uno necesitaba, de pronto había quien necesitaba exigirle más, había a quien le recomendaba la lectura de poesía moderna o concretamente de alguno de los contemporáneos como Villaurrutia, Novo, Cuesta u Owen.  Yo, por ejemplo, comencé a leer a Owen a sugerencia suya; él vio en ese momento que había una afinidad espiritual entre lo que yo escribía y la poesía de Owen, y tenía toda la razón, la poesía de Owen me ha deslumbrado y no ha dejado de hacerlo, me parece uno de los grandes poetas mexicanos.

-Sí, creo que particularmente se hace notorio en poemas tuyos como Las zorras y el mar y La Noche en blanco, donde también hay un influjo evidente de Villaurrutia.

-Exacto. Esos poemas son de esos años, más o menos de principios de los 80. Creo que hay en esa poesía una afinidad muy concreta con Owen y con Villaurrutia, que siguen siendo quizá los poetas con los que más me siento identificado de los Contemporáneos. Por supuesto que conozco bien y admiro muchísimo la poesía de Gorostiza; Muerte sin fin es una de las obras capitales de la poesía mexicana y quizá de la poesía de nuestra lengua, pero si hablamos de tesituras, de sensibilidad, y tal vez hasta de predilecciones literarias,  me siento más cercano, mucho más vecino a Owen y a Villaurrutia, sobre todo en aquellos años iniciales.

-Empezó de esa forma el taller ¿pero cómo continuó? ¿Siguió ese mismo flujo de poetas con el paso del tiempo?

-En 1979, año en que inició el taller, le dan a Elías Nandino el premio Aguascalientes como un reconocimiento a su obra; era la primera ocasión que se declara desierto y el jurado decide dárselo a Nandino como reconocimiento al conjunto de su obra; inmediatamente después, al año siguiente, le dan el Premio Nacional de Ciencias y Artes; esto atrajo  inmediatamente todos los reflectores hacia él, en lo particular, y a su labor en el taller. Entonces empezó a ir muchísima gente al taller al grado de que muy pronto tuvimos que auxiliarlo Felipe de Jesús y yo. Felipe hizo un grupo con los narradores y yo con los poetas. Nandino, eso sí,  trataba estar lo más posible en los dos grupos, pero no se daba abasto. Hubo un momento en que se tuvieron que abrir diferentes turnos, porque a partir de ese momento, el 80 u 81, el taller empezó a trabajar todo el día, mañana y tarde; entonces Nandino nos consiguió incluso un sueldo modesto a Felipe y a mí como asesores, era un aliciente para estar ahí la mayor parte del día, leyendo mucho, porque también tuvo entre otros aspectos de su personalidad generosa la buena idea de llevarse su biblioteca personal a un cuarto dentro de la Casa de la Cultura, un cuarto vecino al del taller. Quien quería podía entrar y tomar cualquier libro y sentarse a leer. Era un estímulo más para estar allí buena parte del día, conversando con él, trabajando con él o con el grupo que le tocaba a cada uno. Ahí, en su biblioteca, yo hice lecturas que fueron muy importantes en mi formación como las de los poetas franceses o algunos poetas alemanes que empezaron a influir inmediatamente en lo que yo hacía, tanto  que decidí estudiar francés en la Alianza Francesa gracias a estas lecturas. Cuando tuve un conocimiento más o menos bueno de la lengua inmediatamente empecé a traducir a esos poetas franceses que me entusiasmaron.

-Cuando te encaminabas en tus proyectos propios, cuando sabías que tu trabajo ya iba a salir a la luz en forma de libro, en aquella época ¿Le llevabas tus originales a Nandino?

Por supuesto, yo tengo un manuscrito de La noche en blanco con anotaciones de Nandino. Elías nunca me tachó un verso o un poema, él decía que mi poesía era demasiado intimista, que estaba más preocupado por la aceptación del poema que por su contenido, por su carga emocional. En algún momento dado me dijo: a tu poesía y a ti lo que les falta es sufrir. Yo tenía entonces 22 o 23 años, pero con los años me di cuenta que Nandino, como tantas otras veces, tenía razón. Ese ejemplar que conservo, contiene anotaciones que son más bien comentarios de dos o tres líneas sobre cada poema. Es un recuerdo que tengo, entre muchos otros, muy preciado. Como éramos quizá el grupo inicial del taller nos tenía también un cariño muy especial, al grado que luego nos confió la revista “Campo abierto”, nuestra primera experiencia editorial, de la que solo aparecieron tres números. Con la revista pudimos incluso viajar mucho con él para presentarla en diversos lugares y la relación con él se fue haciendo cada vez mas intima; es decir, si bien nunca dejó de ser un maestro, cada vez se fue convirtiendo mas en un amigo y nos fue contando, en largas platicas, durante viajes o durante muchas tardes en la casa de la cultura, muchos aspectos de su vida. No tenía ninguna reserva con nosotros, conversaciones muy abiertas, muy prolongadas, muy profundas en ocasiones y muy reveladoras también de todo lo que sabía que era un secreto a voces sobre su carácter, su personalidad, su homosexualidad, preferencia que en ningún momento escondió. Fue siempre muy discreto y respetuoso al respecto, no fue nunca alguien que alardeara de su homosexualidad, pero tampoco fue alguien que la ocultara.

-¿Y hasta donde llegaste como miembro del Taller?

jorge-1984 yo ya estaba casado, entonces mi esposa y yo nos fuimos a Europa por seis meses y durante ese tiempo intercambiamos cartas él y yo. Me decía que empezaba a sentirse ya muy cansado con el taller, que estaba viendo en manos de quien lo dejaba, incluso en algún momento pensó que yo podía quedarme con el grupo, y fue entonces cuando empezó a asistir con menor regularidad; o recuerdo en qué año exactamente pero debe haber sido por ahí  en 1984, cuando él tenía 84 años también y decidió pasar cada vez mas tiempo en Cocula. Entonces Luis Alberto y Mike empezaron a hacerse cargo de las actividades. El taller siguió en marcha, el programa de los miércoles literarios que se inició con él sigue hasta la fecha; en ese entonces lo manteníamos nosotros, cuando yo no estaba quienes se encargaban de él eran principalmente Luis Alberto y Mike. Felipe ya se había ido a vivir a México. Cuando yo regresé no me incorporé de lleno a las actividades del taller, continúo mi amistad con ellos, pero me pareció que la etapa del taller literario en mi personal desarrollo ya había concluido; asistía a los miércoles literarios, seguía yendo a las cantinas con todos, pero propiamente las actividades del taller las fui dejando de lado y me dedicaba a visitar a Nandino en Cocula y a otras cosas, proyectos personales…

-Fuiste editor; recuerdo en particular, hacia 1990, un libro que sacaste de mi paisano, el excelente poeta Rafael Torres Sánchez; yo estuve en la presentación de ese libro y me emocionó mucho estar frente a tantos poetas que eludían el manido rollo provinciano donde las arcadas, los jardines y la mampostería verbal esgrimen una poesía trasnochada y vieja. Rafael fue el primer poeta sinaloense que conocí…

-Sí, claro, fue en 1982 cuando inventamos la editorial Cuarto menguante; además de aquel libro de Rafael, Juego de Espejos, que conjunta a poetas hipotéticos creados por él mismo, sacamos una antología de Guillermo Fernández, Imágenes para una piedad, la primera que se hizo de su poesía; Álbum de zoología, de José Emilio Pacheco, una antología que yo hice de sus poemas sobre animales, y que es un libro que ha tenido más ediciones, dos de ellas con las ilustraciones que hizo Toledo. También publicamos a Alberto Blanco, el primer libro de Pura López Colomé, Sueño del cazador; a Gerardo Montoya, un poeta que dejó de escribir, a Sergio Cordero, Raúl Bañuelos, Vicente Quirarte, en fin, fueron alrededor de 20 títulos a lo largo de más o menos 10 años de, ya sabes, estar dando la pelea, batallando con los presupuestos…

-¿Editaste algo de Nandino?

Sí, por supuesto, no lo mencioné antes pero sí, el libro con el que inauguramos la editorial fue precisamente un libro de Nandino, Conversación con el mar; por tratarse de él, atrajo de inmediato la atención de la prensa y de los lectores, quienes comenzaron a ver a Cuarto Menguante como una opción nueva.

El otro día recordaba La otra voz, de Octavio Paz, donde él hace una suerte de corte de caja de su visión de la poesía moderna frente a la, en ese entonces, llamada post modernidad. En un apartado muy breve Paz se manifiesta en contra de los talleres literarios, menciona que los talleristas siempre terminan escribiendo como el coordinador ¿Qué piensas de esto? ¿Sirven los talleres?

– Creo que el éxito o el fracaso de un taller depende, en gran medida, de la inteligencia y de la sensibilidad del coordinador; es él precisamente quien tiene que evitar imponer una voz, una visión de la poesía; esa es otra de las cosas que yo le agradezco a Nandino: nunca trató de imponernos ni su visión de la poesía ni su gusto personal. Por supuesto que defendía a los poetas que amaba. Recuerdo largas conversaciones, por ejemplo, en torno a la poesía de Porfirio Barba Jacob, Luis Cernuda o Guillermo Fernández, poetas a los que Nandino leía y releía mucho y que nos fue inculcando. Al no estudiar una carrera de letras, en mi caso, yo siempre he comentado que mi formación más importante se dio en el taller de Nandino y en las lecturas que surgieron a través de su tutela.

-¿Cuál era la dinámica del taller?

-Todos tenían que llevar fotocopias, así fuera en papel pasante; en esos años todos escribíamos en máquina mecánica, o había una fotocopiadora ahí mismo en la casa de la cultura, no admitía que alguien llegara sin fotocopias, lo cual me parece elemental…

Imagino que no era obligatorio llevar algo escrito…

-No, no era obligatorio, que bueno que lo hallas mencionado. Se aprovechaban las visitas, por ejemplo,  de José Emilio Pacheco, de Guillermo Samperio, de Vicente Quirarte, de Paco Conde, Sandro Cohen o Arturo Trejo, entre otros, todos ellos invitados de la Ciudad de México al programa de los Miércoles literarios; iban a las sesiones de taller y participaban comentando el trabajo de sus integrantes, pero siempre era quien quería llevar algún poema o algún cuento sin ninguna imposición, todos trataban de comentar algo mientras Nandino esperaba para opinar al final.

-Tú eres de una generación importante. Gabriel Zaíd ya da cuenta de ello en su célebre Asamblea… Evodio Escalante lo percibe en su Poetas de una Generación, 1950-1959, y hasta un crítico muy joven como Alí Calderón le dedicó un libro a esta diversidad que exhiben tus contemporáneos. Creo que con ustedes nace como una especie de independencia del centro del país. Los poetas nacidos en los 60s, en cambio, son mucho más discretos, trabajan de manera más callada y han ido ofreciendo una obra menos profusa, aunque no menos rica que la de ustedes; caso concreto, Jorge Fernández Granados, María Baranda, Ernesto Lumbreras, José Eugenio Sánchez, entre otros. En cambio los poetas nacidos en los 70s traen otro timming, regresaron a esa efervescencia que los pone de inmediato en un candelero cultural, traducen, prologan libros, hacen crítica, están en programas de arte alternativo, en fin; le tienen un gran culto a la personalidad literaria y algunos se asumen vanguardistas ¿A qué crees que se deba ese pulso de los más jóvenes?

-No es fácil establecer las causas pero sin duda son muchas: la enorme cantidad de apoyos que hay en los programas del estado, los programas culturales de conaculta, el fonca, muchísimos premios, la facilidad de ponerse en contacto a través de la red o de publicar en la red misma. También el hecho de que se han abaratado los costos editoriales, ahora con las ediciones digitales; hoy en día cualquier grupo de amigos pueden reunirse y hacer una revista o una editorial, sin que sea demasiado oneroso. Todo esto junto ha permitido que esta nueva generación de los nacidos en los 70s esté siendo muy propositiva. Por otro lado, creo que también la mayoría tiene una formación universitaria; por ejemplo, en el taller de Nandino el único que estaba estudiando la carrera de letras era Sergio Cordero, el más joven de todos, Felipe de Jesús era dentista, yo estudié Ciencias de la Comunicación, lo mismo que Luis Alberto Navarro, Javier Ramírez había estudiado Artes Plásticas, y Mike era abogado. La mayoría de los poetas nacidos en los 70s que conozco han estudiado una carrera de letras, e incluso muchos de ellos han seguido una carrera académica también dentro de las universidades.

¿Te llama la atención algún poeta de los 70s?

-Muchos, Hernán Bravo Varela, Luis Felipe Fabre, Maricela Guerrero, Alejandro Tarrab, Rodrigo Flores…hay muchos poetas muy buenos; muchos han sido de algún modo mis alumnos, porque fui tres años tutor, junto con Tedi López Mills y Josu Landa, de los poetas jóvenes del fonca, y entonces me tocó trabajar y conocer a parte de esta generación que mencionas. Hay poetas que resulta muy estimulante leer y seguir tan de cerca como es posible: Daniel Saldaña, Víctor Cabrera, Inti García, Karen Plata, José Luis Bobadilla, Dolores Durantes, en fin; ya tienen trabajo de una solidez muy evidente, producto de vocaciones incuestionables.

Señalábamos hace un momento tus influencias iniciales, particularmente de Villaurrutia y Owen; luego si se percibe la influencia, creo yo, de poetas franceses vinculados con las primeras vanguardias del siglo XX. Pienso que tus estratos son muy claros y jamás los has maquillados con retórica falaz o con artificios formales. Es decir, sin la exuberancia de St. John Perse, sin la imagen de Char o la emoción lacónica y luminosa de Michaux, creo que libros como Alianza de los reinos, Sol de las cosas o El Cardo en la voz no se hubieran concebido. Sin embargo, a partir de Vena Cava o Uccelo diste un giro hacia una poesía más decantada y sintética ¿Influyó en esto la revelación de la poesía de André du Bouchet, un poeta al que admiras?

du bouchet-Cada uno de nosotros está formado por sus lecturas, y sobre todo por las lecturas que se hacen de manera intuitiva; me refiero principalmente a los que no tenemos una formación de letras. En mi caso estuve leyendo a partir de recomendaciones de Nandino y sugerencias de los amigos, lecturas que me iban llevando a otras lecturas. Llegué a la lectura francesa por la vía de Octavio Paz. A través de Paz se me abrió de una manera mas directa el acceso a la poesía francesa y entonces estudié la lengua; el empezar a leer a los poetas en su lengua original y el hacer traducciones muy tempranas y eficientes, hizo que me fuera contaminando -en el mejor sentido del término- de ciertos modos, ciertos temas, ciertos tratamientos del poema que, me parecía, tenían una inmediata resonancia en lo que yo quería escribir. Entonces, por supuesto que tenía una relación inmediata con la poesía de St. John Perse, quizás el poeta que más me deslumbró en esos años; luego fui ampliando el horizonte. Primero empecé por los más famosos, Henri Michaux o Pierre Reverdy, por ejemplo, pero de algún modo llegué a poetas menos célebres como André du Bouchet o  Maurice de Guérin a los que he traducido y de los que sin duda he aprendido mucho. Nunca será tan estimulante traducir a un autor, un poema y un texto en el momento en que en tu vida tengan una significación especial, en mi caso ha sido así.  Ahora bien, no soy un traductor de profesión, no vivo de la traducción como Guillermo Fernández, para poner un ejemplo, quizás el más importante traductor vivo que hay en México. Ha traducido miles de páginas y seguramente entre ellas hay un buen número de autores, poetas, novelistas, ensayistas, cronistas que no son estrictamente de su gusto literario. Lo que veo yo en Guillermo es, en primer lugar, una gran pasión por la lengua, por la literatura italiana; un hombre tan disciplinado como él, sólo así puede traducir en esa vastedad, en esa extensión y en esa diversidad de temas. En mi caso, el libro o el autor con el que he tenido más problemas es con Maurice de Guerin: poeta de principios del siglo XIX, muere a los 28 años y deja algunos poemas en prosa, los primeros en prosa, que podemos nombrar como tales de la lengua francesa y un diario íntimo que tiene momentos muy apasionantes y tiene momentos muy desesperantes, porque para empezar está escrito en un francés que ya no se practica, y porque también resulta de pronto difícil estar de acuerdo con alguno de sus grandes conflictos espirituales. Fue una traducción que hice a lo largo de los años y que completé más que nada por disciplina, el libro está en Ediciones sin nombre y se llama El Cuaderno verde, porque así le llamaba el a su diario. Ahora, mi punto de vista es que en esta poesía mas reciente, en concreto del libro Descripción de un brillo azul cobalto, siento que está en un tono mucho mas cercano a cierta poesía de lengua inglesa, poesía que también, aunque de manera menos evidente, he leído y traducido mucho a los largo de los años; en este camino yo hablaría principalmente de tres poetas: T. S. Eliot, William Carlos Williams y H. D.. Siento este libro más emparentado con esta tradición de esa poesía lengua inglesa que permite narrar, tener un soporte anecdótico, no porque sea anecdótico o narrativo el poema, pero esta narración se da a través de imágenes, algo que no tiene la poesía de du Bouchet,  una poesía de gran depuración que prefería, como tu bien sabes, aludir, sugerir, nunca nombrar directamente las cosas. Creo que la descripción a mí me funciona mucho mejor, estos abordajes de la materia poética que se permite la poesía de lengua inglesa y a mi me resultan también sumamente atractivos, me emocionan mucho y me permitieron construir un poema con terceto de versos muy variables, que buscan crear un contrapunto e invitar al lector a participar de una manera mas atenta en su lectura.

Señalabas la imagen, elemento también muy reconocible en tu poesía; una gran parte de tu obra está regida por la imagen poética, pero también por la imagen plástica. Has escrito poesía a partir de la obra pictórica de algunos artistas ¿Cómo inicio esta relación con la pintura?

-Bueno, en principio porque he tenido un gusto enorme por la misma, de niño revisaba con atención los libros en casa, mi papá tenía una pequeña biblioteca en la que había libros sobre la pintura de algunos artistas importantes, sobre todo italianos del renacimiento, había una colección de fascículos que mi papá conservaba y me gustaba mucho revisar. Después en el mismo taller de Nandino, el arte muchas veces era el tema de la conversación; ahí conocí a Roberto Márquez, hoy convertido en uno de los pintores mas importantes de su generación, quien en ese entonces llegaba a enseñarnos algunos de sus poemas. Un buen día, y principalmente a partir de una severa crítica de Nandino a sus poemas, se decidió a mostrarnos su taller y entonces ahí le dijimos: ¿porqué estas perdiendo el tiempo con versitos, si eres un estupendo dibujante? Y bueno, no solo se convirtió en un excelente pintor, si no que también en un pintor muy exitoso. A raíz de esta amistad, que muy pronto se hizo muy estrecha y continúa hasta ahora, también mi gusto y mi conocimiento de la pintura se fue haciendo mas profundo; entonces empecé por escribir sobre su pintura de un amanera totalmente intuitiva y empecé a descubrir estas afinidades, estas correspondencias que Baudelaire señala bien en su memorable poema.

-¿Qué has descubierto en estos últimos años como lector? ¿Ha habido algún poeta que de manera reciente te haya entusiasmado?

-Bueno, son varios. En el ámbito de la poesía norteamericana, la poesía de Louise Glück. De ella hay dos libros en español; el que quizá esté más al alcance es un libro editado por Aldus, traducido por Eduardo Chirinos, El Iris Salvaje; el título me parece que no fue muy afortunado porque más bien se debería llamar el Lirio Silvestre, pero bueno, son interpretaciones de cada traductor. Anne Carson me parece un gran descubrimiento; es quien más me emociona en los casos recientes. Libros de ella como The Beauty of The Husband, La Belleza del marido o Biografía en rojo que tradujo Teddi López Mill, por cierto, muy bien. Son libros espléndidos. Hay una poeta italiana que se suicidó en 1996, Amelia Roselli, o Alda Merini, quien murió en el 2009, dos poetas de lengua italiana que me gustan mucho.

¿Qué estás escribiendo? ¿Estás preparando algún libro?

-Estoy trabajando muy despacio en un poema largo, que tiene como punto de partida un fresco de Piero de la Francesca que vi en Italia; es un fresco de una maddona, que se conoce como La Maddona del parto, es una virgen embarazada, a punto de parir, está en un pequeño museo cerca del pueblo en la región de la Umbría, de donde era Piero de la Francesca. Piero es uno de los grandes pintores del renacimiento. Si se puede decir que Paolo Uccello es uno de los que anticipan el renacimiento, también se puede decir que Piero es uno de los que lo cierra; el muere en 1492, exactamente el año del descubrimiento del nuevo mundo. Es una especie de meditación a partir de esta imagen de La Maddona,  estoy dejando que siga su camino, su propio cauce, lo estoy trabajando muy despacio. Empecé a escribirlo allá y he continuado aquí en pequeños momentos. No escribo diario, prefiero trabajar en periodos cortos, intensos y después abandonar un poco las cosas y déjame guiar por el instinto. No me impongo un horario, es decir, para mis propios poemas no, pero de pronto si puedo ser un traductor cuando estoy traduciendo algo que me entusiasma mucho, puedo trabajar todos los días en períodos de varias horas.

El Feroz

28 Oct

feroz¿Qué nos une a la vida? ¿Qué cosas nos sustraen de la muerte para ponernos en la vida, esa suerte de tren fugaz que le abre paso a las lamentaciones, los ritos, las certezas insobornables y las múltiples dudas?

Una enumeración de estas cosas no abarcaría mucho espacio hacia afuera; sin embargo, en su entraña, estas cosas se prolongan hacia un más allá donde los conceptos se diluyen. Por ejemplo: hacer feliz a tu familia, dicho así, solo es una frase. Pero lograrlo equivale a un sinfín de acciones pequeñas que solo desnudan nuestra naturaleza interior. De pronto descubrimos que no era tan difícil porque detrás de cada acto late un amor que paulatinamente adquirió forma en el tiempo y el espacio. Escribir, otro ejemplo, parece fácil. Pero no, detrás de ese verbo tiemblan muchas nociones, y muchas historias se acumulan esperando el justo momento en el que el lenguaje y la voluntad encuentran su propio ritmo. Leer, de igual forma, puede ser un solo acto mecánico que se sume a los muchos actos de nuestra domesticidad irremisible. Pero detrás del leer, claro, reclaman su sitio muchas anécdotas, muchas conversaciones que convirtieron un escritorio, una mesa de café o la barra de una cantina en un ágora insustituible. Porque leer es, ante todo, conversar. Pero también es mantener esta conversación permanentemente, como el árbol o la piedra que vemos en el camino y que nos gusta ver, porque forma parte de nuestro paisaje íntimo. Tener un amigo es también casi parte de nuestra obligación sustancial. Mantenerlo puede ser difícil, no faltan las diferencias políticas, los malos entendidos, los demonios que logran su golpe maestro y opacan el entendimiento común.

A título personal puedo decir: tengo una familia a la que amo y tengo un puñado de amigos y cada uno de ellos encarna una voluntad que me une al vasto paraíso terrestre. Si hablar de ellos bien representa un confort, hablar con ellos equivale a un premio que concentra cariño y agradecimiento mutuo. Durante muchos años tuve el premio de la amistad y la conversación de Álvaro Rendón. Entre los dos alimentamos innumerables temas que aparentemente se agotaban, solo para retornar con el brío y el renuevo de otro día en nuestro cubículo de turno. Supe desde hace mucho que sus pasiones eran, entre otras, el boom latinoamericano, la narrativa de Onetti, el beisbol, las abigarradas cláusulas faulknereanas, la novela policiaca, José Alfredo Jiménez, Frank Sinatra, el Gabo, Vargas Llosa, el tequila —antes de su estruendosa mercantilización—, el whisky, Truman Capote o los Yanquis. Desdeñaba las computadoras, y los celulares solo los utilizaba como el vehículo inmediato para hacerse presente con su pasión más primordial: sus hijos.

Por él supe que tenía hermanos y que los veía invariablemente en sus viajes a Mochis, para desentrañar entre todos los misterios del beisbol, el futbol o el basketbol. Una vez que le hablé de mi desconfianza hacia Omar Bravo, él me dijo que uno de sus hermanos opinaba igual y que ponía por encima del mochitence a Juan Carlos Cacho, en aquel entonces delantero del Pachuca. En otra ocasión me habló por teléfono de Mochis para decirme que a un sobrino suyo le habían puesto por nombre Paolo, en honor a Maldini, uno de mis dioses futbolísticos tutelares.

¿Qué hacía el Feroz? ¿Qué lo convertía en un hombre irremplazable? ¿Qué le otorgaba ese halo de humanidad tan extraño en una época de terror, de miedo, de impunidad calamitosa? Tenía, entre otras cosas, el don de escuchar y manejaba la prudencia como el estilete de un duelista ensayado. No hablaré de él como lector, porque ese finalmente es uno de sus rasgos que más lo definieron. Muchas, muchísimas horas hablamos de temas completamente ajenos a la literatura (de las bondades del Tafil y el Prozac a las virtudes visibles de Sasha Grey, pasábamos, entre otros temas, por el cine de acción, los dvds piratas, las ofertas del supermercado, la hipocondria, Vicente Fernández, la depresión, el insomnio, la úlcera gástrica, los rostros de los famosos, el bourbon o la línea de tres). Aunque parezca difícil creerlo, era un hombre que estaba en el permanente aprendizaje de un mundo cada día más incomprensible. Su propia noción romántica lo traicionó en el momento definitivo. Me dijo una vez, hace tiempo, cuando inició en Sinaloa la explosión violenta a partir de aquel fatídico 30 de abril: “Yo estoy con Luis Astorga, poeta, él dice que si la sociedad civil, el ciudadano común nada debe, no tiene nada qué temer”. Solo le faltaba vestir de levita, montar a caballo y entonar un corrido al pie de un balcón floreciente.

dimaggioTodavía recuerdo a mi padre y él debatiendo los innumerables méritos de Joe Dimaggio, para concluir que era el jugador favorito de ambos. Además de ser quien termina casándose con la princesa, al final de la cinta, terminaba diciendo Álvaro, aludiendo a la rutilante Marilyn Monroe. El beisbol, como una vida alterna, le fue otorgando códigos que él aplicaba a la vida diaria con el encantador cinismo de quien lanza piedras al azar en medio de la multitud. No era afecto a la poesía, pero sí a leer y releer a ciertos poetas que iban alimentando su necesidad de extrañamiento y de conmoción. Nunca le pregunté por Guillermo Fernández, poeta de quien le había regalado un librito hacía como quince años. Aunque él siempre respondía sobre poetas con alusiones exactas a Ramón López Velarde y muchos de sus versos.

Hace algunos años, en el Polideportivo de la UAS, tuvo su camino de Damasco y se le rebeló Joaquín Sabina. A través de su amiga entrañable, Melisa Cota, comenzó su viaje a la urbe musical del célebre Flaco y se suscribió a las veladas que organizaban algunos de sus alumnos en honor del legendario compositor español. Antes, claro, me hizo una pregunta que sonó más bien a la consulta del paciente a su médico incorruptible: ¿No estaré muy viejo para esas cosas, Poeta? Me contaba sus cuitas de salud, que formaban parte del mapa bien trazado de la hipocondría. Lo escucho como si fuera ayer: “Le dije a mi cardiólogo que me dolía el pecho y él me dijo que no, que no tenía nada, yo le dije sí, tengo algo; finalmente él me contestó: si quieres venir a regalarme 500 pesos allá tú”.

Presumía ser amigo de los tres mejores narradores sinaloenses, mientras todos alrededor lo presumíamos a él como un trofeo que resume cordialidad, justicia, inteligencia, temple y una gran confianza en la bondad del hombre. Tuvimos muchos amigos comunes y en esa comunidad, sin duda, él era el centro.

Era nuestra radiante plaza pública y desde ahí, indiscutiblemente, la vida era menos, mucho menos amarga.

Grand Master

26 Oct

En la gleba, en el pérfido campo

veintidós hombres

apuestan

al juego duradero de la vida.

Si se falla un gol nadie se amarga.

 

-El corazón trota con sus falsos herrajes-

 

Los rodean sus restos de presente:

la tarde apaciguada

por el plomo indeciso del verano;

amigos, hijos, nietos en alborozo

y sobre todo sombras

sombras bien definidas:

escudos que lava,

pule y vivifica, periódicamente, el polvo

en el que pronto se convertirán.

Crónica sobre una gabardina que recorre los pasillos de un castillo abandonado/Eduardo Ruiz Sosa

26 Oct

Para que una realidad seduzca,

se requiere que evoque un fantasma

Nicolás Gómez Dávila

liboaLa distancia empieza en la palabra. Hay viajes que no son posibles si antes no hubo una distancia fundada en la contemplación de la palabra. Sin esa contemplación, sin esa imagen dialéctica del viaje, de la historia del viaje, el trazado de los mapas sería imposible. Todo viaje fue, primero, una promesa. Toda promesa es un aviso y un proceso de afectación. La contemplación como estatismo es una rendición al aburrimiento y al vacío. La contemplación que produce afectaciones deja de ser contemplación, se convierte en movimiento, en viaje, en potencia.

Normalmente un viaje puede sucederse una vez en el contexto de la vida de un individuo. Una vez en relación con el lugar al que se viaja. Todo viaje es un viajero y un lugar y la ruta del viaje, así como un puente es el puente y es alguien que cruza el puente (Cortázar). El segundo viaje a un mismo lugar se entiende como una visita, el reconocimiento de lo ya visto, de lo conocido previamente. Sin embargo, el viaje asumido como violentación de la inercia individual exige mayores propósitos para la elección de un destino y una ruta que los propios del reconocimiento y la panorámica. En el viaje siempre se sucede una afectación, una transformación del viajero, a la vez que una transformación de la ruta y del destino. El segundo viaje a un destino ya conocido debe motivarlo un ardor diferente, una inquietud no de redescubrimiento, sino de despliegue, no de renovación, sino de diferencia. La diferencia en el segundo viaje a aquella antigua ciudad de Ulises fueron los años, la distancia que los años confieren a las cosas.

Uno puede ver las cosas desde una longitud espacial, se trata de una abdicación de la vista en la lejanía, es decir, en la capacidad y la incapacidad de ver algo según esté cerca o lejos nuestro en un mapa trazado con magnitudes espaciales. Y uno puede ver las cosas desde una longitud temporal, y esto se trata de una abdicación de la memoria: la localización que las cosas tienen en el pasado y el desorden de todas las cosas en el amasijo del recuerdo. Vi a Lisboa a través de cinco años de distancia, a través de varios libros de distancia, a través de los recuerdos que se emborronan con el tiempo, a través de los ojos que tuve en aquellos años y que no ven lo mismo que mis ojos de estos años. Vi la ciudad rejuvenecida en el olvido, eterna como las piedras de un castillo lleno de fantasmas.

La primera vez cambió la imagen que yo tenía de la ciudad. Así como en la lectura conocemos a un personaje (y le dibujamos algunos rasgos difusos que van cambiando con el tiempo según cambiamos nosotros mismos, según olvidamos el libro o volvemos a leerlo en circunstancias diferentes, o según el libro cambia como la bruma, como el oleaje que aunque parezca siempre el mismo es siempre otro diferente) a quien luego vemos retratado en un dibujo o encarnado en los rasgos de algún actor famoso o desconocido que nos rompe aquella imagen conservada en la memoria, así en la lectura también conocemos a las ciudades, sus rincones y sus aires, para luego, si nos es posible, descubrirlas diferentes la primera vez que parados en su centro, en su corazón y su neuralgia, echamos al viento el vistazo que nos revela que aunque el libro dice a la ciudad de una forma, la ciudad se dice a sí misma con sus propias maneras. La ciudad, entonces, se decía en la sal, en el olor a sal de ese río enorme que siempre quiso

ser mar. Y crujía en las maderas de los escalones de sus edificios más viejos y en sus tranvías ruidosos, y se oxidaba en sus estatuas y serpenteaba en sus calles ya sin ponzoña. La segunda Lisboa, sin embargo, se decía de otras maneras: tenía las mismas callejuelas, los mismos rincones oscuros, los mismos espectros, pero nosotros éramos diferentes. La imagen de la ciudad durante el segundo viaje a Lisboa, cinco años después del primero, era otra porque nosotros éramos otros. Viajar a Lisboa por segunda vez era como volver a leer el viejo ejemplar de Pedro Páramo: nada estaba donde lo había dejado, ni yo mismo.

pessoan

La ciudad lo obligó a caminar. A caminar velozmente, esquivándolo todo, evitando chocar con los muros, los viandantes, las estatuas, los tranvías. La ciudad le enseñó a temer a los tranvías. A escapar de los espejos. Lisboa convirtió a Pessoa en un caminante desesperado. Así se potencian las paranoias. Empezamos en el pequeño café de la Plaza del Comercio, salimos y llegamos hasta la orilla, el Tajo quiere un oleaje y se empeña en subir el parapeto del malecón, la rampa por donde siglos antes bajaban las barcas. Subimos la Rúa Augusta, el movimiento lo exigen las figuras que tapizan las calles, blancas y negras, escamas de un pescado muerto, de una ballena legendaria y llena de tatuajes de marino. No podemos parar cuando llegamos al Rossío. Los lugares son los de siempre. La prisa es lo inusual. El castillo de San Jorge, la cumbre más alta del castillo, el lugar más oscuro, el corredor más angosto, los techos de todas las casas, los patios que desde abajo nadie puede ver. ¿Cómo no ser un enloquecido, cómo no huir de lo que sea? Las sombras se independizan en las farolas. No son farolas, son antorchas vivas y humeantes. ¿Cómo no escribir esos versos si había que salir todos los días a ese laberinto?, ¿cómo no hacerse de un laberinto interior, para salvarse de aquél que estaba escrito en la ciudad? Gil Paz escribió que para soportar los regímenes exteriores que nos consumen, es imperativo hacerse de un régimen interior superior, más agreste, más violento, más intenso. Hablaba de una burocracia individual que asuma toda la burocracia exterior. Hacernos libres dentro de las prisiones. ¿O dijo Hacernos libros dentro de las prisiones? Todo libro es también una cárcel. Gil Paz lo entendía así. Fernando Pessoa también. ¿Cómo no someterse a una migala terrible para olvidar el dolor por la partida de Ofelia? ¿O se llamaba Beatriz?

Sin darnos cuenta llegamos hasta el Barrio Alto. Un Mesías sin barba cantaba y hacía cantar a los desprotegidos hijos de Ulises, a los hijos de Hebrón, a los tullidos y a los ciegos, y les rompía el corazón a los viejos sajones, a los piratas veteranos, a los pelirrojos. Nadie quería pensar en las sirenas, dormidas todas en el fondo del Tajo. ¿Cómo no escribir epitafios en una ciudad llena de tumbas y huesos? ¿Cómo no hacerse un fantasma, un ejército de fantasmas que luego serían tan ellos, tan suyos, tan libres como incapaces de saber que antes, en un principio, no eran más que un manojo de nervios y sueños, nunca carne? ¿Cómo no ser un fantasma que quiere ser carne, tener nombre, tener una muerte y un santoral? Obligado por la ciudad a caminar la desesperación, Pessoa tuvo también la obligación de dar sueños a sus espectros. Ahí todo ente encuentra el plasma necesario para su corporeidad. Llegamos hasta los miradores, hasta la casa de un actor de teatro que tocaba una guitarra sin cuerdas. Y alguien cantaba. Una mujer cantaba en portugués, en español, en silencio, en la memoria, en la melancolía de alguien que no era ella. Aquí la melancolía es la única democracia verdadera. Tuvo que ser así: no fue culpa suya, fue culpa de la ciudad cuando la ciudad le dijo, Camina, si no caminas no hay salvación. Te están buscando, y siempre te van a encontrar. No eran versos, eran cartas tiradas al río. No son anguilas, son las palabras y la tinta.

Ni las palabras de su epitafio las escribió él. El mundo se lo robó a su madre en el nacimiento, pobre de ella; la muerte del padre y la soledad de África se lo robaron para la escritura; y cuando la muerte se lo devolvió, como un hijo que regresa al vientre buscando consuelo, el falso brillo de las instituciones, ese decoro de pacotilla, se lo robó para ofrecerlo a los leones. No fue el gobierno de los hombres, fueron los otros, los que habiendo muerto no murieron de verdad. ¿Cómo no estar solo así, cómo no querer estar solo? No sabía, no podía saberlo, que cuando escribió aquellos primeros versos le estaba abriendo las piernas a Pandora para que pariera a los hijos que serían sus hermanos: él sería Abel, el resto serían Caín. Aún así los amó como se ama a los hermanos. Y tuvo celos de ellos. Quizá por eso él mismo escribió tan poco. Les enseñó la ciudad, pero ellos llegaron a conocerla mejor que él. Por eso no podía esconderse, por eso tenía que andar tan rápido, con la estela breve y ruidosa de la gabardina, sujetándose el sombrero y con los libros pegados al pecho. Por eso los versos y el ritmo, por eso la cadencia de río lento y pesado: quizá creyó que estirando el vocablo tardarían más en llegar a él. Entonces llegamos a Belém, y la tarde trajo la lluvia torrencial, la zozobra de las barcas. Pessoa se escondía tras los muros mojados. Él no lo sabía, pero los otros estaban ahí. Dentro de él, todos.

Intentaría confundirlos, y lo único que consiguió fue invocar a más y más espectros. Tenía que seguir escribiendo porque tenía que seguir caminando. Quizá es por eso que los últimos versos no estaban firmados: quería dejarlos leyendo, dejarlos ahí pensando ¿Quién escribió esto?, matándose unos a otros por estampar su nombre en lo que, creían, eran sus propias palabras. Y no eran las palabras de nadie. Eran, quizá, las palabras de Nadie, del primero, de Ninguno, del Caballero de la Nada, Chavelier de Pas, que llevaba tanto tiempo en silencio, que lo conoció niño y quizá le tenía un poco de cariño, un poco de ternura. Entonces volvía a caminar por todas las calles del mundo, sin moverse, sin dejar Lisboa, de pie en la barra del bar porque la escritura es también caminata, viaje, movimiento, potencialidad. De pie toda la noche junto al poyo de la ventana escribiendo un poema larguísimo que debía ser un laberinto. Pero ellos no se perdían. Lo conocían a él demasiado. Él era la ciudad de ellos. Él era su Lisboa. Nosotros, lejos de todo eso pero a su alrededor, en sus lindes, bajo la llovizna, ya estábamos muy adentro del viaje, ya habíamos comenzado a cambiar mucho antes porque nuestro viaje era de otra naturaleza, y había empezado en otro momento, y Lisboa se agregaba a nuestras ciudades, a nuestro itinerario vital en la forma en que un corazón nuevo se agregaba a la galaxia de nombres que perseguían al poeta. Cuando cayó la noche y el Tajo era ya una sábana, cuando los últimos perros que aullaban ya no podían verse y los pasos y las sombras no tenían dueño, cuando el viento trae un fado lejano, el quejido de un cuchillo atravesando el costillar, cuando las palabras son calles que hay que escribir para poder alejarse o acercarse, cuando el poeta quería estar más solo y lejos de todo, ellos estaban más cerca de él y más hambrientos, ellos siempre tienen hambre, y nosotros, que creíamos en los paraguas como en fortalezas imbatibles, estábamos al pie de una escalera larguísima sin saber si acabábamos de bajar o si estábamos a punto de subir. Quizá fue entonces que empezamos a pensar en el viaje de otra manera: sustancia inicial de la vida del errante, germen primitivo de toda pérdida y de todo encuentro, postulado irrevocable de la ley que borra todas las fronteras, partícula elemental de la configuración del Ser. En suma: inmanencia.

fernando-pessoa11Pessoa no era un viajante de Lisboa. No recorría la ciudad con el placer de un turista que tiene la suerte de nacer en el destino final del viaje más grande de su vida. El poeta erraba porque huía. Erraba porque era esa su naturaleza. Erraba porque quería estar solo y no lograba desprenderse de sí mismo. Erraba porque la escritura lo eligió como a un profeta renegado. Errar. Errar de la errancia. El error en la ruta de los viajes. El error no como equivocación de las escalas y las etapas, no como confusión del destino y la ruta, errar no como una falta imperdonable. Errar de errancia. Errar como escribir en el nombre de los otros, de los que no tienen manos para decir quiénes son, o quiénes quieren llegar a ser. Errar como ver el camino asfaltado y elegir la selva, el desierto, el río donde confluyen todos los caminos y, por tanto, ninguno de ellos. Errar en el sentido galáctico, en el sentido planetario, en el sentido solitario. Si nosotros veíamos el castillo de San Jorge allá en la cumbre, el poeta veía, quizá, las infinitas formas de perderse en el camino. Si nosotros veíamos los puentes larguísimos que atraviesan el Tajo, él veía tal vez una barca que lo mismo podía cruzar el río, lo mismo podía llegar al océano, lo mismo podía llevarlo tierra adentro hasta el corazón del continente, lo mismo podía hundirse unos cuantos metros más allá de la orilla, demasiado lejos ya para volver, no lo suficiente como para alcanzar el otro extremo. Quizá por eso temía de los tranvías: tan dirigidos, tan precisos en sus movimientos, tan prisioneros. Quizá por eso escribió sin ser él mismo: buscándose en los otros que lo odiaban tanto a él porque les dio vida de emisarios, de heraldos, de poetas, mas no de hombres. Viajando en un barco de vapor escribiendo sus cartografías sobre la marcha, borrando sus pasos con los versos de otros, borrando sus versos con los pasos ajenos que hacen sonar las piedras de las calles de Lisboa, los escalones y las cloacas. El poeta no vivió en la ciudad, vivió la ciudad. Donde nosotros veíamos el inicio de un viaje mayor que nuestra esperanza, Pessoa, quizá, escribía y lloraba porque no alcanzaba a ver el final de todo esto, el término último de la caminata.

Donde no vemos el final en el viaje es donde empezamos la lucha contra el dogma de los mapas. El doxa de los mapas, dictado por el andar y la recolección de los hechos del andar. El mapa es más una opinión, un parecer. El viaje es conocimiento, episteme, herida. La herida instruye porque produce una cicatriz que se enclava en la memoria, la cicatriz deviene escritura. El viaje escribe en nosotros la cicatriz de un mapa que no es doxa sino esperanza, virtualidad: lo que subyace bajo la superficie, bajo el gabán del poeta, y que sobresaldrá en algún momento de la ruta. La vida es la actualización permanente de lo virtual. Nosotros no estamos en el viaje ni el viaje en nosotros: al final, nosotros somos el viaje. Como la vida y el viaje, la palabra del poeta no se comparte, se inmola (Jabès), y quizá por eso fue la velocidad del andar lo que lo empujó hacia las cosas, a chocar con ellas, a verlas de cerca y sufrirlas en su carne, en su corazón. Ahí se incendiaba él, ahí se crucificaba. No escribió sobre el desasosiego, él mismo fue el desasosiego. Alguien más tenía que venir a escribirlo, alguien que siendo él tenía que ser otro. La otredad en nosotros mismos. La existencia altruista macedónica. El vínculo y el compartir del vínculo. Un vínculo no existe si no es compartido. Nada puede tener existencia si no ha habido un compartir (Jabès), por eso viajamos y vivimos buscando secretos que los otros no sepan para guardarlos tan profundamente con la esperanza de tener a quién decírselos un día para que se convierta, de repente, en nuestro amigo más querido. Todo esto no es más que un enloquecido viaje. El mapa viene después, cuando ya hemos sufrido la herida.

En una carta que Gil Paz empezó a escribir, y que nunca llegó a terminar, dice que es nuestro encuentro con el mundo lo que actualiza al mundo, lo que constantemente nos transforma cuando nos relacionamos con el mundo. Es decir, entramos en el mundo, constantemente, y el mundo nos transforma porque nosotros transformamos al mundo. Las caminatas de Pessoa por las calles de Lisboa hicieron la Lisboa que nosotros conocimos en el viaje, en el libro. Su escritura modificó al lector que a la vez modificó su escritura. Sus fantasmas, nacidos de su prisa, le concedieron lentitud y vocablo. La Lisboa que nos afectó a nosotros es la Lisboa afectada por Pessoa afectado por Lisboa. En la ruta cambiamos el viaje, y el viaje nos actualizó a nosotros que sin saberlo encontramos que el uno es al otro como un viaje a Lisboa, como un libro de Pessoa o de Gil Paz, como una ruta a través del mundo: somos el viaje porque viaja el uno en el otro, porque al volver del viaje descubrimos que el viaje no empezó ahí, y que el viaje, como el libro, es lo que está constantemente sin terminar, lo que está constantemente recomenzando.

Septiembre de 2011

Santa Anna, Cerdanyola

Teatro Casa de la Paz/Gerardo Ascencio Rubio

26 Oct

teatroSergio López ha sido un apasionado del teatro: primero, como actor; después, como teatrero; más recientemente, como historiador y cronista. A lo largo de estos últimos años ha recorrido, que yo sepa, varios teatros de Sinaloa: el Ángela Peralta de Mazatlán, cuya excelente edición es ya necesaria en la bibliografía, igual que la de los teatros Apolo y el antiguo Ángela Peralta de Culiacán. Sobre este último fue la conversación que tuvimos hace apenas un año, cuando Sergio nos descubrió este proto teatro de la capital sinaloense, híbrido entre la petatera colimense y los corrales de comedia. En ese escenario de petates y madera se escucharon las primeras óperas en Culiacán, se enfurruñaron las primeras divas y fracasaron en taquilla los títulos más sonados.

Estos libros que menciono fueron una excelente oportunidad para acercarnos no solo a la evolución y los avatares de los recintos, sino a la vida cotidiana de la época. El libro que hoy nos ocupa, “Mudanzas en el tiempo”, es similar a los anteriores, pero mucho más extenso y rico: su revisión abarca desde el siglo XVII, con la creación de la hacienda de María Magdalena Dávalos de Bracamontes y Orozco, tercera condesa de Miravalle, en cuyos terrenos se desplantó la colonia Condesa de la Ciudad de México, hasta época actual, cuando el Teatro Casa de la Paz está bajo la administración de la Universidad Autónoma Metropolitana.

Si bien el repaso de los primeros tiempos es sucinto, al adentrarse en el siglo XX la investigación se vuelve más prolija y documentada. Es un extraordinario ejercicio de microhistoria, ya que los sucesos de este teatro se ligan de manera estrecha con los principales eventos de la Ciudad de México y del país.

Así, repasamos la post revolución y el obregonismo, con la ominosa sombra del caudillo sobre la familia Prieto, su constructor y primer dueño; el reinado de las tiples de moda; el nacimiento del cácaro; el jazz y los clubes deportivos; el surgimiento de las inocentes pandillas que primero asolaron el barrio y luego la Patria: los echeverrías, los lópez portillos, los durazos; la decadencia, caracterizada en ring y en taller mecánico; el renacimiento como cine de barrio, económico y alcahuete; el teatro de revista y el vodevil, con Uruchurtu como personaje central omnipresente; el insostenible estudio fotográfico; la figura señera de Miguel Álvarez Acosta; el fabúlico pánico escénico de Jodorowski; las revueltas del 68 y el 71; las crisis de los ochenta y la providencial llegada de la UAM, como deus ex machina, para restituirle a la edificación su antiguo señorío.

Pero Sergio López tiene muchos más méritos que la acuciosidad: es capaz de elaborar tramas donde todos los tiempos y los diferentes espacios se relacionan; donde los personajes parecen predeterminados para estar ahí, en esos precisos momentos, no importa si nacieron en San Luis Potosí, en Cumpas u otro pueblo de Sonora, si llegaron con la

intervención francesa o si la leva los hizo soldados. Pareciera que fue una confabulación universal la que creó el teatro, la que lo hizo permanecer, la que lo mantiene en su sitio.

Mención especial merece la presencia de don Miguel Álvarez Acosta, político y hombre culto, aunque suene contradictorio. Potosino que fue gobernador de su estado, diplomático, director de Bellas Artes y del Organismo de Promoción Internacional de la Cultura. Que entendió la promoción cultural de manera abierta, abierta a todos los tiempos y las artes. Que consolidó un espacio donde confluyeron los clásicos y los contemporáneos; la música, el teatro, la danza, la plástica, el cine, la arquitectura y la escultura. Es sorprendente que, a pesar de encontrarse en los periodos más cerrados de la historia contemporánea de México, a pesar de trabajar con el presidencialismo más autoritario, este espacio fuera capaz de mantener a raya la censura y el obscurantismo, y llevar a su escenario el arte más vivo y contestatario de su época. Eso solo lo hacen los verdaderos hombres de su tiempo. Y don Miguel supo serlo.

Pero lo que no pudo hacer el autoritarismo, lo hizo el desparpajo lopezportillista: el teatro se silenció a finales de los setenta, con la renuncia del último director de esa época, Jorge Saldaña. Y esperó, empolvado y paciente, hasta que la joven UAM lo rescató para sí y para la sociedad mexicana. Y entonces, en 1983, la presencia luminosa de Álvarez Acosta volvió a su butaca de siempre. Y María Teresa Rivas volvió a leer los mismos poemas que en 1965, cuando se inauguró la Casa de la Paz. Y Juan José Calatayud sincopó, como en una película de los años veinte, variaciones interminables para una secuencia de vistas que se repite en espiral. Ibargüengoitia resucitó y volvió a matar a Obregón, la eterna némesis del constructor y primer dueño del teatro. Y así llega a nuestros días.

Y lo que me hace pensar toda esta épica, es en la época actual. Digo, perdón por el tópico. Pero es que la evolución en el tiempo de este teatro me hace pensar en la involución de muchos de nuestros actuales escenarios, sobre todo públicos. Déjenme me explico: si el cine Condesa empezó con vistas, pasó a teatro, fue club deportivo, ring de box, taller mecánico, teatro de revista, recinto de bayaderas, centro cultural, muro de contención de la censura, proyecto cultural personalísimo y, finalmente, recinto de extensión universitaria; ahora veo que muchos proyectos escénicos han seguido exactamente el camino contrario: ha pasado a ser, de recintos de promoción de la cultura a recintos de vodevil, espejo de las comercializaciones, arca de manos libres, refugio de los lugares comunes, privilegio de los procaces, torre de la sicalipsis y una larga letanía de despropósitos. Siguiendo este camino, seguramente llegarán a lo que fue previamente el cine Condesa: un baldío cuyo nombre tenía reminiscencias de un antiguo legado de nobleza y abolengo.

Solo me resta un reclamo final, este al autor del libro. Lamento, Sergio, que hayas develado el misterio del viejo piano Stenway que ejecutaba por sí mismo una melodía aleatoria y atonal. Me hubiera gustado que lo incorporaras a tu posible final. Sería encantadora la imagen de Prieto Trillo tocando el piano y contando centenarios: es el sueño de todo

pianista. Al menos de los que yo conozco. En esa tertulia que tú imaginas yo veo también a Carlos Montemayor, entonando esos lieder que tanto le gustaban y pasando las llaves del teatro al funcionario de al lado. Veo a Jorge Ibargüengoitia, que se prepara unas cubas libres. Observo también a unos adolescentes echados sobre el plafón, viendo las piernas de Celia d’Alarcón y sobándose la entrepierna. Más allá, Mauricio Garcés está empedernido de tabaco y soltería.

Pero me sigo conmoviendo más con la imagen del viejo en su cuarto circular, con sus quejas circulares, con su contabilidad circular de centenarios circulares: con su vida espiral, como la de ese recinto teatral al que los dioses le otorguen larga vida.

(Leído que fue en la presentación realizada en la FIL de Guadalajara, noviembre de 2011).